REVISTA RHEMA

BARROTES DE HIERRO
Por Nicole Willamson

Un testimonio que animará el corazón todos aquellos que mirando tras sus barrotes de hierros se preguntan si habrá libertad para ellos.

"Pastor de amor, sabías que había perdido mi camino. Pastor de amor, te importó que me hubiera alejado. Me buscaste y hallaste, me rodeaste con tus fuertes brazos que me llevaron de nuevo a casa. Ningún enemigo podrá dañarme ni asustarme, nunca más habré de vagar. Pastor de amor, Salvador, amigo y guía. Pastor de amor, permaneceré para siempre contigo."

Las palabras de esta canción pintan un claro cuadro de Jesús, del grande y amante pastor, que me amó y trató de traerme de vuelta a la Casa del Padre.
Fui criada en una iglesia toda mi vida, acepté al Señor a la edad de siete años, pasé por las aguas y hasta recibí el Bautismo del Espíritu Santo a los once años. Pero en mi adolescencia, mi vida quedó presa de las tinieblas y me desesperaba por no poder escapar. ¿Habían sido reales mis experiencias en Dios cuando era niña? ¡Por supuesto que sí! En realidad, luego de recibir el Bautismo del Espíritu Santo, pasaba horas en mi habitación adorándole, orando y leyendo mi Biblia. Amaba a Dios. Me encantaba pensar en Él, hablar de Él y hasta componerle canciones. Llegué hasta el punto de ir al bosque que estaba cerca de mi casa para predicarle a los árboles acerca de Él. Pero aprendí que por más gloriosas que sean las experiencias en Dios, solamente es por la diaria permanencia en Él lo que cambia y guarda una vida. También he aprendido que cuando Dios se propone hacer algo, el enemigo vendrá de una forma u otra con la finalidad de destruir, robar y matar. Tal como Dios determina que el hombre camine y hable con Él, también Satanás intenta entrar en el jardín de nuestros corazones para decir palabras de engaño que causen nuestra separación de la comunión con el Padre.
Poco después de entrar en esta nueva relación con el Espíritu Santo, mi familia comenzó a concurrir a los campamentos de verano, donde asistían ministros de todo el mundo. La Presencia del Señor se cernía sobre nosotros como una nube, y yo experimentaba una gloria que nunca antes había conocido.
Solía pasear de noche, debajo de la silente bóveda celeste, percibiendo la proximidad de su Presencia y le manifestaba cuánto le amaba y añoraba conocerlo; su Espíritu me estaba atrayendo y quería correr tras Él con todo mi corazón y mi vida.
Al otoño siguiente de aquel glorioso campamento de verano, cuando sucedió su fresco, nuevo y poderoso mover en mi vida, muchos nuevos cambios tuvieron lugar en mi. Debido a la nueva escuela, la mudanza a otra casa y la frustrada búsqueda de mi familia de una iglesia donde su Presencia se manifestara, (habíamos sido expulsados de la anterior por creer en el Bautismo del Espíritu Santo y el hablar en lenguas) me sentí vacía y desolada. No me di cuenta de que esta situación era la primera oportunidad que se presentaba para que la Presencia de su Espíritu cubriera mi necesidad. Ignoraba que Dios usa tiempos como estos para acercarnos más a Él. No tuve en cuenta que el Espíritu Santo me estaba esperando para llevarme a caminar más cerca de Él, usando ese vacío en mi interior como instrumento para abrir mi corazón y llenarlo de su Presencia. En cambio, los tiempos de oración comenzaron a espaciarse y desorientada me preguntaba a dónde se habría ido su Presencia.
Los años siguientes plantearon un conflicto existencial; me esforzaba por ser "una buena cristiana", a pesar de estar sucumbiendo a los florecientes deseos de mi corazón carnal. El cigarrillo acompañaba mis jóvenes frustraciones y la búsqueda de mi independencia. Las amistades equivocadas me condujeron hacia el rumbo incorrecto. Yo sabía que todo esto no estaba bien en mi vida, pero no advertí cuán rápidamente, sino cuán lejos me estaba alejando de la Casa del Padre.
Mis tiempos de oración fueron reemplazados por la televisión; la lectura de la Biblia fue sustituida por las actividades adolescentes, las canciones de amor a Él por la música rock y los programas de la iglesia reemplazaron los auténticos encuentros con Dios.
Mi único aliento de vida tuvo lugar en el campamento de verano donde una vez más comprobé que su gloria aún existía. Allí estaba Él esperándome y yo correría hasta abrazarme a Aquél, a quien yo realmente deseaba.
Solíamos cantar: "¡Deja en libertad mi espíritu para que pueda adorarte!" Y mi corazón clamaba: "¡Oh Dios, ojalá que fuera así!" Fue una semana celestial, pero luego sucedió el siempre pavoroso regreso a la vida en este mundo sin Él, o al menos así parecía. No advertí que caminar con Dios implica algo más que un ocasional encuentro con su Presencia. No advertí que mis cotidianos errores de actitud me estaban alejando de la Presencia del Señor.
No había sido aleccionada sobre la diaria entrega y tampoco sabía cómo nutrir la vida que Él había hecho nacer en mi ser por medio del arrepentimiento, la limpieza y la búsqueda de su Presencia, a través de su Palabra, permitiendo que me hablara. Estaba sola y vacía; la iglesia no parecía proponer la realidad que yo añoraba. Me enseñaban relatos bíblicos y no así el principio del obrar de la Cruz en mi vida. Me daban doctrina, pero ignoraba cómo permanecer en su Presencia. Entonces mi alma hambrienta continuaba buscando aire, pero siempre en los lugares equivocados. Al cumplir los 16 años, me estaba hundiendo en un mundo de tinieblas. El pecado y el dios de este mundo me habían engañado y yo los había escuchado ávidamente. Mi conducta rebelde ante la autoridad, que trascendió en nuestra sociedad de entonces, había penetrado en mi mente. La autosuficiencia y el rechazo por la autoridad, se tornaron en una mortal confusión en mi alma.
Al llegar nuevamente el campamento, me encontré con que no podía sentarme en paz en el lugar donde antes lo había hecho para beber de su Presencia. Estaba inquieta; entraba y salía de los cultos permanentemente. Podía oír Su llamado, pero había quedado presa de la rebelión, la ira y el amor por el pecado. No pude volver a entrar en aquella gloria que antes tanto había amado.
Finalicé la semana de campamento acercándome al tabernáculo por un último instante, en el preciso lugar donde yo sabía que Dios había estado. Ascendí la escalinata de la plataforma y luego, contemplado las sillas vacías susurré: "Hasta siempre, Dios." Me sentí como despidiéndome por última vez. No tenía idea de que eso era precisamente lo que Satanás había planeado. Al finalizar la actividad veraniega, decidí cambiar de escuela. Había estado asistiendo hasta ese momento a una de educación cristiana privada, pero pensé que un cambio al sistema de enseñanza estatal obraría de forma positiva en mi vida. Estaba equivocada. Fue como si yo misma hubiera abierto las puertas del infierno. Deseché toda cadena de autoridad que encontraba al paso, mientras me zambullía de cabeza en el mundo.















Me convertí en presa fácil del enemigo, pues aceptaba cada una de las sugerencias que él hacía a mi corazón, cayendo presa de mis deseos carnales. Me sentía peor que una miserable. Pensaba, actuaba y me veía como una más del mundo, quizás peor. Pero yo sabía que pertenecía a Aquél que no es de este mundo y el conflicto rugía en mis entrañas. Siempre fui consciente de Su llamado. Había escuchado a algunos predicadores condenar a todo aquel, que habiendo saboreado la bondad de Dios, se atrevía a darle la espalda. No existe sentimiento de separación más agónico que el que padece un hijo pródigo.
Traté de hallar vida a través de la auto-realización pero era yo quien se lamentaba en noches incontables de vigilia, sabiendo que había Alguien a quien había abandonado para hacer las cosas "a mi manera." Sin embargo, muy porfiada, seguí en mis propias huellas. El sentimiento de culpa me atormentaba y debido a ello intenté evadirlo, embriagándome y drogándome. Esto sólo inició un círculo vicioso de culpa y evasión. Sin darme debida cuenta, mis actitudes y mi conducta entregaron mi vida a la actividad demoníaca. Solía acostarme en mi cama de noche y temblar debajo de las cobijas temerosa de abrir los ojos; ¡No sea que viera demonios! ¡Su presencia eran tan real! El profundo sentimiento de culpa resultó inevitable. Estaba equivocada y lo sabía. Me había acercado al Altar muchas veces con la intención de arrepentirme para luego ponerme en pie y volver a incurrir en los mismos errores.
Las palabras del enemigo eran muy astutas. Sentí que "merecía morir" por mis pecados. Había olvidado que había habido "Uno" que ya había muerto por ellos, y que Él simplemente estaba esperando que yo me soltara y le permitiera hacer el trabajo que mi espíritu estaba anhelando.
Con la errónea y extraña convicción de que "todo pecado es digno de muerte", traté de darme un escarmiento justificado con una pistola calibre 45.
No estaba sola aquella noche; una densa, oscura nube me acompañaba. No podía verla, pero sentí que me rodeaba. Eché a andar en la fría y oscura noche, alejándome de mi casa. Al llegar al sitio elegido por mí, clamé a Dios y "gatillé". El impacto del disparo me lanzó hacia atrás y quedé allí tirada mientras pude literalmente oír a Satanás riéndose de mí. Pero el Padre, habiendo oído mi clamor, reteniendo las llaves del Hades, impidió mi muerte. Es cierto que mi vida en la tierra debió terminar aquella noche, sin embargo Dios, viéndome yaciente en un charco de sangre, dijo: "¡Víves!" Su misericordia me guardó mientras Su corazón contemplaba a su hija en virtual perdición.
Los años subsiguientes transcurrieron en un infierno. Aunque era consciente de que Dios había preservado mi vida física, mi corazón rebelde y atormentado, me dominaba. Estaba inclinada a hacer mi voluntad con ímpetu y a cualquier precio. Permanecí algún tiempo en un reformatorio antes de ir a vivir en lo de una familia de la iglesia, distante más o menos 300 millas de aquel sitio, quienes amablemente me cobijaron, haciendo un gran esfuerzo por ayudarme. De todas maneras, una vez agotadas sus palabras y decantados los hechos, "arrojaron la toalla", exclamando: "¡Esta chica es imposible! Como uno de los líderes me definió: "Se trata de un hueso duro de roer."
Al cumplir los veinte años, cuando estaba viviendo con mi familia nuevamente, llegaron unos misioneros de la República Argentina, para pasar unos días con nosotros mientras ministraban en varios lugares de nuestro distrito.
En ese entonces, yo ya había terminado de cursar el segundo año en el Instituto Bíblico; pero mi "iracunda guerra santa del alma" continuaba vigente. Era un "enigma para todos" ~ incluyéndome ~.
Para entonces "todos los placeres" del pecado y la rebelión habían cobrado su tributo, habiéndome triturado y encarcelado entre invisibles barrotes de hierro. Traté de cambiar pero: "¡no lo logré!" Hice todo lo posible, como así también todos aquellos que me rodeaban, en el tierno esfuerzo de modificar mi vida. Pero mi temperamento era demasiado dominante y los portales de bronce que me mantenían en cautiverio, demasiado altos. Recién había regresado de un campamento de jóvenes donde había llorado de principio a fin; me encontraba en el fondo de un profundo pozo y quería salir. Ignoraba cómo hacerlo. Había permanecido en el chiquero demasiado tiempo y finalmente, estaba empezando a recobrar la razón. Estaba desesperada, quería que mi vida cambiara. Fue entonces cuando los misioneros me invitaron a ir con ellos a Argentina; sentí que debía hacerlo.
Cuando llegué a aquel país, la conmoción cultural fue nada comparado con la espiritual que debí enfrentar. El culto al que asistí por primera vez fue inolvidable.
El pueblo alababa y adoraba a Dios con un corazón profundamente quebrantado, llorando en gratitud y amor por el Salvador. Jamás había presenciado semejante amor y adoración. El salón estaba totalmente impregnado de la gloria de su Presencia y Santidad. Mi primer pensamiento fue: "¡Oh, Señor, cómo podré llegar a conocerte como ellos te conocen!" Comencé a darme cuenta de que el abismo de separación que mi pecado había originado entre el Señor y yo, era mucho más grande de lo que jamás podía imaginar. Estaba realmente alejada de la Casa del Padre. Pero como Él lo sabía, me había enviado a Argentina; me quería de regreso en casa.
Me alojaba en un Instituto Bíblico, por lo tanto, entre la actividad del Instituto y la iglesia, tenía que asistir a los cultos en la capilla casi todas las noches. En aquellos primeros meses, la mayoría de los cultos dondequiera se celebraran, duraban de tres a cinco horas y en muy raras ocasiones quedaba tiempo para el sermón habitual.
El Espíritu de convicción, lucha y arrepentimiento vino en olas y el pueblo respondió sin reserva; jamás había visto tal manifestación contra el pecado. Odiaban todo lo que los ataba: falta de perdón, rencor, ego, indiferencia; era una lista interminable.
La vehemencia del clamor solamente disminuyó cuando supieron que de alguna manera aquello con lo que estaban guerreando se había quebrado. También rechazaban las tinieblas y la separación del Padre causada por las ataduras del pecado. Yo simplemente observaba, sin saber cómo pelear. Intenté orar, pero no pude llorar por mis pecados, aunque fueran muchos. Mi corazón era duro, pero yo me rehusaba a aceptarlo. Anhelaba la libertad que veía en los demás. Quería la gloria que bañaba sus semblantes. Quería vivir en la Presencia de Aquél con quien ellos caminaban. Quería llegar a conocer al Salvador en igual plenitud que ellos. Pero todo parecía irremediable.
Agradecí a Dios por la fidelidad de los hermanos que oraban y batallaban por mí. Había estado allí algunos meses, meses de grandes luchas y cuando salía por ahí, me embriagaba. Estaba sintiéndome realmente muy mal cuando el pastor vino por mí para llevarme al culto de la capilla. No quería ir, pero igualmente me llevaron. La apertura del culto se convirtió rápidamente en toda una guerra espiritual, y fui conducida hasta el centro del salón para que se orase por mí. Me desembriagué de inmediato. Todo el pueblo estaba intercediendo y luchando. Permanecí allí sin saber qué decir. No podía orar. De pronto, se cortó la luz (fue algo usual ya que la energía eléctrica del complejo siempre fallaba). Pero esta vez fue bien distinto. El único lugar afectado por la oscuridad fue la nave de la capilla, "era una oscuridad que se podía sentir." Yo conocía esa clase de oscuridad y el nivel de intercesión ascendió drásticamente. Las luces volvieron nuevamente y un hombre, de pie frente a mí, con sus ojos cerrados, estaba dando puñetazos desenfrenados al aire en mi dirección. Luego él nos explicó que veía una pared de vidrio rodeándome y que estaba tratando de hacerla añicos. El pastor me instó a pelear y fue entonces que tuve la certeza que se trataba de un asunto de vida o muerte ~ se trataba ni más ni menos de mi vida. ~
En un primer momento, todo lo que pude decir fue: "¡Oh, mi Dios!" Pero a medida que la intercesión continuaba, logré orar un poquito más. No fue mucho pero marcó un comienzo. Me di cuenta de que algo se había quebrado aquella noche, gracias a quienes habían estado peleando por mí. Me aconsejaron que si yo verdaderamente quería cambiar de vida, era esencial que permaneciera en su Palabra y en diaria oración. También supe que tenía que hallar liberación en aquel lugar o jamás lo lograría.
Pues bien, comencé por levantarme temprano todas las mañanas para orar, antes de comenzar con los quehaceres y la diaria rutina. Leí acerca de una mujer que golpeaba y quien se negó a renunciar hasta que se abrió la puerta y recibió su petición. En algún lugar de mi corazón, en medio de mi desesperanza, Dios había implantado una fe que no cedería hasta lograr encontrarme con Él.
En Mateo 7:7 se lee: "Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad, y se os abrirá." Y este versículo se convirtió en la esperanza que me sostuvo en los momentos de desesperación. Fue en una de esas mañanas que también me topé con la Escritura en Jeremías 29: 13; "Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón." Fue entonces que me di cuenta que Dios estaba demandando "todo mi corazón" y si yo le buscaba de buena fe, lo hallaría.
Con frecuencia fui todo un reto para el ministerio y el cuerpo de la iglesia, quienes estaban muy apenados por mi reiterada mala conducta. Sin lugar a dudas, Dios se apiadó de ellos y comenzó a hablarme con autoridad y claridad acerca de mi obediencia. Muchas veces creemos que Dios nos habla solamente en tiempos de profunda oración; pero lo hace aún más a medida que realiza su tarea de auténtica enseñanza.
Dondequiera que volteara mi cabeza, allí estaban sus vigilantes ojos puestos sobre mí. Ni la más diminuta de mis desobediencias quedaba encubierta, sin importar donde estuviera. Podía estar deambulando en medio de una ciudad cuya población en la temporada de verano excedía los dos millones de personas, y sin embargo ser vista por un miembro de la iglesia cuando estaba haciendo algo indebido. Dios estaba revelando todas las cosas escondidas, y no iba a permitir que ni una de ellas pasara desapercibida. Estaba siendo despojada del manto que aparentemente me cubría, y todo lo que yo creía saber, se había ahora transformado en una simple alfombrilla que estaba siendo quitada de abajo de mis pies. Me sentía desnuda y avergonzada. Eso sucede cuando uno se ha quedado sin su gloria. Yo había permanecido así durante mucho tiempo, pero en completa ignorancia de lo que la vergüenza realmente implica.
Cuando se reanudaron las clases, después de las vacaciones de verano, solicité quedar exenta de mi asistencia a las clases regulares, con la promesa de que cada minuto que los demás estudiantes pasaban recibiendo su enseñanza, yo también estaría estudiando la Palabra de Dios. Ya había pasado por el Instituto Bíblico y no eran más clases lo que yo precisamente necesitaba. Necesitaba que el mismísimo Dios me hablara a través de su Palabra. Entonces, cargado mi brazo con la Biblia, las concordancias y los comentarios, me aislé con el Espíritu Santo y le pedí que Él fuera mi Maestro. Al principio, los tiempos de oración generalmente eran secos y frustrantes y el estudio bíblico tampoco era mucho mejor. Los cultos eran grandiosos para todos los demás, mientras yo, agonizante, sólo observaba, deseando que mi corazón no fuera tan duro. Pero a medida que las semanas pasaban lentamente, el Espíritu Santo empezó a mostrarme que eran las actitudes equívocas que yo adoptaba constantemente lo que me mantenía lejos de Él. Si asistía al culto, estando enojada con alguien, esa falta de gracia en mi corazón quedaba expuesta de repente a la luz de su Presencia... fue así que empecé a entender su santidad. A medida que me mantenía fiel a la lectura y a la oración, Dios comenzó a obrar en mi interior. Poco a poco, el aliento del Espíritu Santo empezó a soplar sobre las aguas de mi humanidad. Él escudriñó todo lo negro y vacío y trajo su luz en medio de mi oscuridad. El estudio bíblico pasó a ser el momento más ansiado del día, mientras la luz y el entendimiento descendían sobre mí y la convicción estaba ablandando mi corazón. Pude ver quién era yo, a la luz de quién es Él. Y ya no leía su Palabra con corazón inflexible. Mis lágrimas caían sobre las páginas de mi Biblia mientras Él me hablaba ~ y yo lo escuchaba.
Día tras día iba aprendiendo cómo rendirme un poco más a Él; empecé a notar cambios. Ya no era la agonizante expectadora de los cultos, sino que mi corazón estaba empezando a romper con la nostalgia de ser lavada. Los meses tardaban en pasar y en el transcurso de cada día, el clamor de mi corazón por Él y el deseo de quedar limpia de todos mis pecados se ahondaba más y más. Aunque a veces me desesperaba al no recibir la liberación que estaba anhelando, las demoras de Dios guardaban un propósito y a causa de la demora, un profundo clamor por Él iba envolviendo mi corazón.
Aquellas personas hablaban mucho sobre la "cruz" y yo era consciente de que no la conocía tanto como ellos. Finalmente fui a orar un día y le pedí al Señor que me diera luz. Su voz fue inconfundible: "La cruz es el lugar donde Jesús se entregó a sí mismo por obediencia al Padre." En aquel momento me di cuenta que toda mi lucha con la obediencia y el pecado se debía a que me faltaba algo: amor. La cruz es el lugar donde se abandona todo por amor; amor al Padre y su voluntad. Comprendí que sólo me había amado a mí misma, que había amado al pecado, que había amado mi voluntad y que no lo había amado a Él con "todo mi corazón", alma y firmeza. No había amado la voluntad del Padre, sino la mía. Pude ver mi desesperada necesidad por Jesús. Necesitaba de Aquél que había amado tanto al Padre, para luego vivir en mí y guiar mi corazón. Necesitaba de Jesús como mi Salvador personal y necesitaba que Él fuera mi Señor. El clamor por Él se profundizaba cada vez más hasta que se igualó al del rey David: "Una sóla cosa he deseado del Señor y la habré de buscar, que pueda yo morar en la Casa del Señor todos los días de mi vida." (*)
El alimento y el descanso no importaban; las lágrimas fueron mi alimento tanto de día como de noche durante meses, a medida que mi corazón se unificaba en un sólo deseo: "mi deseo por el Señor".
No me interesaba nada más. Ni el pecado, ni la rebelión, tampoco persona alguna; absolutamente "nada"; sólo Jesús. Él se estaba convirtiendo en lo que "todo mi corazón" añoraba.
Algunos meses más tarde, el Señor empezó a tratar conmigo para que orara abiertamente en los cultos. Esto era algo común en el culto de la iglesia cuando su Presencia se acercaba tanto que cualquiera quedaba en libertad de abrirse a Él y de expresar lo que sentía en ese momento. Podía tratarse de una manifestación profética, testimonial o peticional o de acción de gracias - lo que fuera que el Espíritu estuviera moviendo en los corazones.
El Señor ama hablarnos y ama oír cuando le hablamos. Aún es más, el conoce el poder que se libera por medio de las palabras testimoniales. Todavía me faltaba un poco para abrirme así en el culto, principalmente supuse que se debía al orgullo. Luché con el Señor durante dos semanas, hasta que llegué al punto de manifestarle que no podía asistir a ningún culto más porque me sentía incapaz de orar en voz alta y yo sabía que era eso lo que Él me estaba pidiendo. Antes que desobedecer su orden, simplemente decidí no ir más a la iglesia. Me quedaba en cama mientras los demás estudiantes se vestían para ir al culto, luchando mentalmente: "¡No puedo hacerlo!; ¡No pudo clamar a ti!"; luego escuché al Señor decir claramente: "¿Por qué no puedes?" Es asombroso como Dios puede hacer que la resistencia de nuestros argumentos se derrita cual cera por medio de sus sencillas y breves preguntas. Él tuvo razón. Yo estaba equivocada. Por lo tanto, me vestí y fui a la iglesia. "¿Quién podía saber que aquella noche sería la de mi salvación?" "¿Quién podía saber que a medida que entrábamos en adoración, mi corazón quedaría tan extasiado por Jesús al punto de no ser siquiera consciente de la gente que estaba a mi alrededor?" En lo que a mí concierne el único presente en ese lugar era Jesús: un Jesús tan alto, tan santo y tan bello. Estaba ajena a lo que aún faltaba en mí o de lo que había que hacer. Solamente podía verlo a Él, que con su infinita gracia se estaba acercando para rodearme con "su amor". Mi boca se abrió y mi corazón testificó su gratitud y amor por el Cordero, quien es digno de recibir toda gloria y honor. No existen palabras terrenales que puedan expresar la gloria que arrebató mi alma y corazón. Los cielos se abrieron, y yo quedé en libertad. En ese momento, las cadenas que me habían sujetado tanto tiempo se rompieron y mi cautiverio terminó. Volvió la comunión, no hubo más abismo ni prisión en las tinieblas. Yo estaba de nuevo con Él; de regreso en la Casa del Padre.

 

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