REVISTA
RHEMA
BARROTES
DE HIERRO
Por Nicole Willamson
Un testimonio que animará el corazón todos
aquellos que mirando tras sus barrotes de hierros
se preguntan si habrá libertad para ellos.
"Pastor de amor, sabías que había
perdido mi camino. Pastor de amor, te importó
que me hubiera alejado. Me buscaste y hallaste,
me rodeaste con tus fuertes brazos que me
llevaron de nuevo a casa. Ningún enemigo podrá
dañarme ni asustarme, nunca más habré de
vagar. Pastor de amor, Salvador, amigo y guía.
Pastor de amor, permaneceré para siempre
contigo."
Las palabras de esta canción pintan un claro
cuadro de Jesús, del grande y amante pastor, que
me amó y trató de traerme de vuelta a la Casa
del Padre.
Fui criada en una iglesia toda mi vida, acepté
al Señor a la edad de siete años, pasé por las
aguas y hasta recibí el Bautismo del Espíritu
Santo a los once años. Pero en mi adolescencia,
mi vida quedó presa de las tinieblas y me
desesperaba por no poder escapar. ¿Habían sido
reales mis experiencias en Dios cuando era niña?
¡Por supuesto que sí! En realidad, luego de
recibir el Bautismo del Espíritu Santo, pasaba
horas en mi habitación adorándole, orando y
leyendo mi Biblia. Amaba a Dios. Me encantaba
pensar en Él, hablar de Él y hasta componerle
canciones. Llegué hasta el punto de ir al bosque
que estaba cerca de mi casa para predicarle a los
árboles acerca de Él. Pero aprendí que por
más gloriosas que sean las experiencias en Dios,
solamente es por la diaria permanencia en Él lo
que cambia y guarda una vida. También he
aprendido que cuando Dios se propone hacer algo,
el enemigo vendrá de una forma u otra con la
finalidad de destruir, robar y matar. Tal como
Dios determina que el hombre camine y hable con
Él, también Satanás intenta entrar en el
jardín de nuestros corazones para decir palabras
de engaño que causen nuestra separación de la
comunión con el Padre.
Poco después de entrar en esta nueva relación
con el Espíritu Santo, mi familia comenzó a
concurrir a los campamentos de verano, donde
asistían ministros de todo el mundo. La
Presencia del Señor se cernía sobre nosotros
como una nube, y yo experimentaba una gloria que
nunca antes había conocido.
Solía pasear de noche, debajo de la silente
bóveda celeste, percibiendo la proximidad de su
Presencia y le manifestaba cuánto le amaba y
añoraba conocerlo; su Espíritu me estaba
atrayendo y quería correr tras Él con todo mi
corazón y mi vida.
Al otoño siguiente de aquel glorioso campamento
de verano, cuando sucedió su fresco, nuevo y
poderoso mover en mi vida, muchos nuevos cambios
tuvieron lugar en mi. Debido a la nueva escuela,
la mudanza a otra casa y la frustrada búsqueda
de mi familia de una iglesia donde su Presencia
se manifestara, (habíamos sido expulsados de la
anterior por creer en el Bautismo del Espíritu
Santo y el hablar en lenguas) me sentí vacía y
desolada. No me di cuenta de que esta situación
era la primera oportunidad que se presentaba para
que la Presencia de su Espíritu cubriera mi
necesidad. Ignoraba que Dios usa tiempos como
estos para acercarnos más a Él. No tuve en
cuenta que el Espíritu Santo me estaba esperando
para llevarme a caminar más cerca de Él, usando
ese vacío en mi interior como instrumento para
abrir mi corazón y llenarlo de su Presencia. En
cambio, los tiempos de oración comenzaron a
espaciarse y desorientada me preguntaba a dónde
se habría ido su Presencia.
Los años siguientes plantearon un conflicto
existencial; me esforzaba por ser "una buena
cristiana", a pesar de estar sucumbiendo a
los florecientes deseos de mi corazón carnal. El
cigarrillo acompañaba mis jóvenes frustraciones
y la búsqueda de mi independencia. Las amistades
equivocadas me condujeron hacia el rumbo
incorrecto. Yo sabía que todo esto no estaba
bien en mi vida, pero no advertí cuán
rápidamente, sino cuán lejos me estaba alejando
de la Casa del Padre.
Mis tiempos de oración fueron reemplazados por
la televisión; la lectura de la Biblia fue
sustituida por las actividades adolescentes, las
canciones de amor a Él por la música rock y los
programas de la iglesia reemplazaron los
auténticos encuentros con Dios.
Mi único aliento de vida tuvo lugar en el
campamento de verano donde una vez más comprobé
que su gloria aún existía. Allí estaba Él
esperándome y yo correría hasta abrazarme a
Aquél, a quien yo realmente deseaba.
Solíamos cantar: "¡Deja en libertad mi
espíritu para que pueda adorarte!" Y mi
corazón clamaba: "¡Oh Dios, ojalá que
fuera así!" Fue una semana celestial, pero
luego sucedió el siempre pavoroso regreso a la
vida en este mundo sin Él, o al menos así
parecía. No advertí que caminar con Dios
implica algo más que un ocasional encuentro con
su Presencia. No advertí que mis cotidianos
errores de actitud me estaban alejando de la
Presencia del Señor.
No había sido aleccionada sobre la diaria
entrega y tampoco sabía cómo nutrir la vida que
Él había hecho nacer en mi ser por medio del
arrepentimiento, la limpieza y la búsqueda de su
Presencia, a través de su Palabra, permitiendo
que me hablara. Estaba sola y vacía; la iglesia
no parecía proponer la realidad que yo añoraba.
Me enseñaban relatos bíblicos y no así el
principio del obrar de la Cruz en mi vida. Me
daban doctrina, pero ignoraba cómo permanecer en
su Presencia. Entonces mi alma hambrienta
continuaba buscando aire, pero siempre en los
lugares equivocados. Al cumplir los 16 años, me
estaba hundiendo en un mundo de tinieblas. El
pecado y el dios de este mundo me habían
engañado y yo los había escuchado ávidamente.
Mi conducta rebelde ante la autoridad, que
trascendió en nuestra sociedad de entonces,
había penetrado en mi mente. La autosuficiencia
y el rechazo por la autoridad, se tornaron en una
mortal confusión en mi alma.
Al llegar nuevamente el campamento, me encontré
con que no podía sentarme en paz en el lugar
donde antes lo había hecho para beber de su
Presencia. Estaba inquieta; entraba y salía de
los cultos permanentemente. Podía oír Su
llamado, pero había quedado presa de la
rebelión, la ira y el amor por el pecado. No
pude volver a entrar en aquella gloria que antes
tanto había amado.
Finalicé la semana de campamento acercándome al
tabernáculo por un último instante, en el
preciso lugar donde yo sabía que Dios había
estado. Ascendí la escalinata de la plataforma y
luego, contemplado las sillas vacías susurré:
"Hasta siempre, Dios." Me sentí como
despidiéndome por última vez. No tenía idea de
que eso era precisamente lo que Satanás había
planeado. Al finalizar la actividad veraniega,
decidí cambiar de escuela. Había estado
asistiendo hasta ese momento a una de educación
cristiana privada, pero pensé que un cambio al
sistema de enseñanza estatal obraría de forma
positiva en mi vida. Estaba equivocada. Fue como
si yo misma hubiera abierto las puertas del
infierno. Deseché toda cadena de autoridad que
encontraba al paso, mientras me zambullía de
cabeza en el mundo.
Me convertí en presa fácil del enemigo, pues
aceptaba cada una de las sugerencias que él
hacía a mi corazón, cayendo presa de mis deseos
carnales. Me sentía peor que una miserable.
Pensaba, actuaba y me veía como una más del
mundo, quizás peor. Pero yo sabía que
pertenecía a Aquél que no es de este mundo y el
conflicto rugía en mis entrañas. Siempre fui
consciente de Su llamado. Había escuchado a
algunos predicadores condenar a todo aquel, que
habiendo saboreado la bondad de Dios, se atrevía
a darle la espalda. No existe sentimiento de
separación más agónico que el que padece un
hijo pródigo.
Traté de hallar vida a través de la
auto-realización pero era yo quien se lamentaba
en noches incontables de vigilia, sabiendo que
había Alguien a quien había abandonado para
hacer las cosas "a mi manera." Sin
embargo, muy porfiada, seguí en mis propias
huellas. El sentimiento de culpa me atormentaba y
debido a ello intenté evadirlo, embriagándome y
drogándome. Esto sólo inició un círculo
vicioso de culpa y evasión. Sin darme debida
cuenta, mis actitudes y mi conducta entregaron mi
vida a la actividad demoníaca. Solía acostarme
en mi cama de noche y temblar debajo de las
cobijas temerosa de abrir los ojos; ¡No sea que
viera demonios! ¡Su presencia eran tan real! El
profundo sentimiento de culpa resultó
inevitable. Estaba equivocada y lo sabía. Me
había acercado al Altar muchas veces con la
intención de arrepentirme para luego ponerme en
pie y volver a incurrir en los mismos errores.
Las palabras del enemigo eran muy astutas. Sentí
que "merecía morir" por mis pecados.
Había olvidado que había habido "Uno"
que ya había muerto por ellos, y que Él
simplemente estaba esperando que yo me soltara y
le permitiera hacer el trabajo que mi espíritu
estaba anhelando.
Con la errónea y extraña convicción de que
"todo pecado es digno de muerte",
traté de darme un escarmiento justificado con
una pistola calibre 45.
No estaba sola aquella noche; una densa, oscura
nube me acompañaba. No podía verla, pero sentí
que me rodeaba. Eché a andar en la fría y
oscura noche, alejándome de mi casa. Al llegar
al sitio elegido por mí, clamé a Dios y
"gatillé". El impacto del disparo me
lanzó hacia atrás y quedé allí tirada
mientras pude literalmente oír a Satanás
riéndose de mí. Pero el Padre, habiendo oído
mi clamor, reteniendo las llaves del Hades,
impidió mi muerte. Es cierto que mi vida en la
tierra debió terminar aquella noche, sin embargo
Dios, viéndome yaciente en un charco de sangre,
dijo: "¡Víves!" Su misericordia me
guardó mientras Su corazón contemplaba a su
hija en virtual perdición.
Los años subsiguientes transcurrieron en un
infierno. Aunque era consciente de que Dios
había preservado mi vida física, mi corazón
rebelde y atormentado, me dominaba. Estaba
inclinada a hacer mi voluntad con ímpetu y a
cualquier precio. Permanecí algún tiempo en un
reformatorio antes de ir a vivir en lo de una
familia de la iglesia, distante más o menos 300
millas de aquel sitio, quienes amablemente me
cobijaron, haciendo un gran esfuerzo por
ayudarme. De todas maneras, una vez agotadas sus
palabras y decantados los hechos, "arrojaron
la toalla", exclamando: "¡Esta chica
es imposible! Como uno de los líderes me
definió: "Se trata de un hueso duro de
roer."
Al cumplir los veinte años, cuando estaba
viviendo con mi familia nuevamente, llegaron unos
misioneros de la República Argentina, para pasar
unos días con nosotros mientras ministraban en
varios lugares de nuestro distrito.
En ese entonces, yo ya había terminado de cursar
el segundo año en el Instituto Bíblico; pero mi
"iracunda guerra santa del alma"
continuaba vigente. Era un "enigma para
todos" ~ incluyéndome ~.
Para entonces "todos los placeres" del
pecado y la rebelión habían cobrado su tributo,
habiéndome triturado y encarcelado entre
invisibles barrotes de hierro. Traté de cambiar
pero: "¡no lo logré!" Hice todo lo
posible, como así también todos aquellos que me
rodeaban, en el tierno esfuerzo de modificar mi
vida. Pero mi temperamento era demasiado
dominante y los portales de bronce que me
mantenían en cautiverio, demasiado altos.
Recién había regresado de un campamento de
jóvenes donde había llorado de principio a fin;
me encontraba en el fondo de un profundo pozo y
quería salir. Ignoraba cómo hacerlo. Había
permanecido en el chiquero demasiado tiempo y
finalmente, estaba empezando a recobrar la
razón. Estaba desesperada, quería que mi vida
cambiara. Fue entonces cuando los misioneros me
invitaron a ir con ellos a Argentina; sentí que
debía hacerlo.
Cuando llegué a aquel país, la conmoción
cultural fue nada comparado con la espiritual que
debí enfrentar. El culto al que asistí por
primera vez fue inolvidable.
El pueblo alababa y adoraba a Dios con un
corazón profundamente quebrantado, llorando en
gratitud y amor por el Salvador. Jamás había
presenciado semejante amor y adoración. El
salón estaba totalmente impregnado de la gloria
de su Presencia y Santidad. Mi primer pensamiento
fue: "¡Oh, Señor, cómo podré llegar a
conocerte como ellos te conocen!" Comencé a
darme cuenta de que el abismo de separación que
mi pecado había originado entre el Señor y yo,
era mucho más grande de lo que jamás podía
imaginar. Estaba realmente alejada de la Casa del
Padre. Pero como Él lo sabía, me había enviado
a Argentina; me quería de regreso en casa.
Me alojaba en un Instituto Bíblico, por lo
tanto, entre la actividad del Instituto y la
iglesia, tenía que asistir a los cultos en la
capilla casi todas las noches. En aquellos
primeros meses, la mayoría de los cultos
dondequiera se celebraran, duraban de tres a
cinco horas y en muy raras ocasiones quedaba
tiempo para el sermón habitual.
El Espíritu de convicción, lucha y
arrepentimiento vino en olas y el pueblo
respondió sin reserva; jamás había visto tal
manifestación contra el pecado. Odiaban todo lo
que los ataba: falta de perdón, rencor, ego,
indiferencia; era una lista interminable.
La vehemencia del clamor solamente disminuyó
cuando supieron que de alguna manera aquello con
lo que estaban guerreando se había quebrado.
También rechazaban las tinieblas y la
separación del Padre causada por las ataduras
del pecado. Yo simplemente observaba, sin saber
cómo pelear. Intenté orar, pero no pude llorar
por mis pecados, aunque fueran muchos. Mi
corazón era duro, pero yo me rehusaba a
aceptarlo. Anhelaba la libertad que veía en los
demás. Quería la gloria que bañaba sus
semblantes. Quería vivir en la Presencia de
Aquél con quien ellos caminaban. Quería llegar
a conocer al Salvador en igual plenitud que
ellos. Pero todo parecía irremediable.
Agradecí a Dios por la fidelidad de los hermanos
que oraban y batallaban por mí. Había estado
allí algunos meses, meses de grandes luchas y
cuando salía por ahí, me embriagaba. Estaba
sintiéndome realmente muy mal cuando el pastor
vino por mí para llevarme al culto de la
capilla. No quería ir, pero igualmente me
llevaron. La apertura del culto se convirtió
rápidamente en toda una guerra espiritual, y fui
conducida hasta el centro del salón para que se
orase por mí. Me desembriagué de inmediato.
Todo el pueblo estaba intercediendo y luchando.
Permanecí allí sin saber qué decir. No podía
orar. De pronto, se cortó la luz (fue algo usual
ya que la energía eléctrica del complejo
siempre fallaba). Pero esta vez fue bien
distinto. El único lugar afectado por la
oscuridad fue la nave de la capilla, "era
una oscuridad que se podía sentir." Yo
conocía esa clase de oscuridad y el nivel de
intercesión ascendió drásticamente. Las luces
volvieron nuevamente y un hombre, de pie frente a
mí, con sus ojos cerrados, estaba dando
puñetazos desenfrenados al aire en mi
dirección. Luego él nos explicó que veía una
pared de vidrio rodeándome y que estaba tratando
de hacerla añicos. El pastor me instó a pelear
y fue entonces que tuve la certeza que se trataba
de un asunto de vida o muerte ~ se trataba ni
más ni menos de mi vida. ~
En un primer momento, todo lo que pude decir fue:
"¡Oh, mi Dios!" Pero a medida que la
intercesión continuaba, logré orar un poquito
más. No fue mucho pero marcó un comienzo. Me di
cuenta de que algo se había quebrado aquella
noche, gracias a quienes habían estado peleando
por mí. Me aconsejaron que si yo verdaderamente
quería cambiar de vida, era esencial que
permaneciera en su Palabra y en diaria oración.
También supe que tenía que hallar liberación
en aquel lugar o jamás lo lograría.
Pues bien, comencé por levantarme temprano todas
las mañanas para orar, antes de comenzar con los
quehaceres y la diaria rutina. Leí acerca de una
mujer que golpeaba y quien se negó a renunciar
hasta que se abrió la puerta y recibió su
petición. En algún lugar de mi corazón, en
medio de mi desesperanza, Dios había implantado
una fe que no cedería hasta lograr encontrarme
con Él.
En Mateo 7:7 se lee: "Pedid y se os dará;
buscad y hallaréis; llamad, y se os
abrirá." Y este versículo se convirtió en
la esperanza que me sostuvo en los momentos de
desesperación. Fue en una de esas mañanas que
también me topé con la Escritura en Jeremías
29: 13; "Me buscaréis y me hallaréis,
porque me buscaréis de todo vuestro
corazón." Fue entonces que me di cuenta que
Dios estaba demandando "todo mi
corazón" y si yo le buscaba de buena fe, lo
hallaría.
Con frecuencia fui todo un reto para el
ministerio y el cuerpo de la iglesia, quienes
estaban muy apenados por mi reiterada mala
conducta. Sin lugar a dudas, Dios se apiadó de
ellos y comenzó a hablarme con autoridad y
claridad acerca de mi obediencia. Muchas veces
creemos que Dios nos habla solamente en tiempos
de profunda oración; pero lo hace aún más a
medida que realiza su tarea de auténtica
enseñanza.
Dondequiera que volteara mi cabeza, allí estaban
sus vigilantes ojos puestos sobre mí. Ni la más
diminuta de mis desobediencias quedaba
encubierta, sin importar donde estuviera. Podía
estar deambulando en medio de una ciudad cuya
población en la temporada de verano excedía los
dos millones de personas, y sin embargo ser vista
por un miembro de la iglesia cuando estaba
haciendo algo indebido. Dios estaba revelando
todas las cosas escondidas, y no iba a permitir
que ni una de ellas pasara desapercibida. Estaba
siendo despojada del manto que aparentemente me
cubría, y todo lo que yo creía saber, se había
ahora transformado en una simple alfombrilla que
estaba siendo quitada de abajo de mis pies. Me
sentía desnuda y avergonzada. Eso sucede cuando
uno se ha quedado sin su gloria. Yo había
permanecido así durante mucho tiempo, pero en
completa ignorancia de lo que la vergüenza
realmente implica.
Cuando se reanudaron las clases, después de las
vacaciones de verano, solicité quedar exenta de
mi asistencia a las clases regulares, con la
promesa de que cada minuto que los demás
estudiantes pasaban recibiendo su enseñanza, yo
también estaría estudiando la Palabra de Dios.
Ya había pasado por el Instituto Bíblico y no
eran más clases lo que yo precisamente
necesitaba. Necesitaba que el mismísimo Dios me
hablara a través de su Palabra. Entonces,
cargado mi brazo con la Biblia, las concordancias
y los comentarios, me aislé con el Espíritu
Santo y le pedí que Él fuera mi Maestro. Al
principio, los tiempos de oración generalmente
eran secos y frustrantes y el estudio bíblico
tampoco era mucho mejor. Los cultos eran
grandiosos para todos los demás, mientras yo,
agonizante, sólo observaba, deseando que mi
corazón no fuera tan duro. Pero a medida que las
semanas pasaban lentamente, el Espíritu Santo
empezó a mostrarme que eran las actitudes
equívocas que yo adoptaba constantemente lo que
me mantenía lejos de Él. Si asistía al culto,
estando enojada con alguien, esa falta de gracia
en mi corazón quedaba expuesta de repente a la
luz de su Presencia... fue así que empecé a
entender su santidad. A medida que me mantenía
fiel a la lectura y a la oración, Dios comenzó
a obrar en mi interior. Poco a poco, el aliento
del Espíritu Santo empezó a soplar sobre las
aguas de mi humanidad. Él escudriñó todo lo
negro y vacío y trajo su luz en medio de mi
oscuridad. El estudio bíblico pasó a ser el
momento más ansiado del día, mientras la luz y
el entendimiento descendían sobre mí y la
convicción estaba ablandando mi corazón. Pude
ver quién era yo, a la luz de quién es Él. Y
ya no leía su Palabra con corazón inflexible.
Mis lágrimas caían sobre las páginas de mi
Biblia mientras Él me hablaba ~ y yo lo
escuchaba.
Día tras día iba aprendiendo cómo rendirme un
poco más a Él; empecé a notar cambios. Ya no
era la agonizante expectadora de los cultos, sino
que mi corazón estaba empezando a romper con la
nostalgia de ser lavada. Los meses tardaban en
pasar y en el transcurso de cada día, el clamor
de mi corazón por Él y el deseo de quedar
limpia de todos mis pecados se ahondaba más y
más. Aunque a veces me desesperaba al no recibir
la liberación que estaba anhelando, las demoras
de Dios guardaban un propósito y a causa de la
demora, un profundo clamor por Él iba
envolviendo mi corazón.
Aquellas personas hablaban mucho sobre la
"cruz" y yo era consciente de que no la
conocía tanto como ellos. Finalmente fui a orar
un día y le pedí al Señor que me diera luz. Su
voz fue inconfundible: "La cruz es el lugar
donde Jesús se entregó a sí mismo por
obediencia al Padre." En aquel momento me di
cuenta que toda mi lucha con la obediencia y el
pecado se debía a que me faltaba algo: amor. La
cruz es el lugar donde se abandona todo por amor;
amor al Padre y su voluntad. Comprendí que sólo
me había amado a mí misma, que había amado al
pecado, que había amado mi voluntad y que no lo
había amado a Él con "todo mi
corazón", alma y firmeza. No había amado
la voluntad del Padre, sino la mía. Pude ver mi
desesperada necesidad por Jesús. Necesitaba de
Aquél que había amado tanto al Padre, para
luego vivir en mí y guiar mi corazón.
Necesitaba de Jesús como mi Salvador personal y
necesitaba que Él fuera mi Señor. El clamor por
Él se profundizaba cada vez más hasta que se
igualó al del rey David: "Una sóla cosa he
deseado del Señor y la habré de buscar, que
pueda yo morar en la Casa del Señor todos los
días de mi vida." (*)
El alimento y el descanso no importaban; las
lágrimas fueron mi alimento tanto de día como
de noche durante meses, a medida que mi corazón
se unificaba en un sólo deseo: "mi deseo
por el Señor".
No me interesaba nada más. Ni el pecado, ni la
rebelión, tampoco persona alguna; absolutamente
"nada"; sólo Jesús. Él se estaba
convirtiendo en lo que "todo mi
corazón" añoraba.
Algunos meses más tarde, el Señor empezó a
tratar conmigo para que orara abiertamente en los
cultos. Esto era algo común en el culto de la
iglesia cuando su Presencia se acercaba tanto que
cualquiera quedaba en libertad de abrirse a Él y
de expresar lo que sentía en ese momento. Podía
tratarse de una manifestación profética,
testimonial o peticional o de acción de gracias
- lo que fuera que el Espíritu estuviera
moviendo en los corazones.
El Señor ama hablarnos y ama oír cuando le
hablamos. Aún es más, el conoce el poder que se
libera por medio de las palabras testimoniales.
Todavía me faltaba un poco para abrirme así en
el culto, principalmente supuse que se debía al
orgullo. Luché con el Señor durante dos
semanas, hasta que llegué al punto de
manifestarle que no podía asistir a ningún
culto más porque me sentía incapaz de orar en
voz alta y yo sabía que era eso lo que Él me
estaba pidiendo. Antes que desobedecer su orden,
simplemente decidí no ir más a la iglesia. Me
quedaba en cama mientras los demás estudiantes
se vestían para ir al culto, luchando
mentalmente: "¡No puedo hacerlo!; ¡No pudo
clamar a ti!"; luego escuché al Señor
decir claramente: "¿Por qué no
puedes?" Es asombroso como Dios puede hacer
que la resistencia de nuestros argumentos se
derrita cual cera por medio de sus sencillas y
breves preguntas. Él tuvo razón. Yo estaba
equivocada. Por lo tanto, me vestí y fui a la
iglesia. "¿Quién podía saber que aquella
noche sería la de mi salvación?"
"¿Quién podía saber que a medida que
entrábamos en adoración, mi corazón quedaría
tan extasiado por Jesús al punto de no ser
siquiera consciente de la gente que estaba a mi
alrededor?" En lo que a mí concierne el
único presente en ese lugar era Jesús: un
Jesús tan alto, tan santo y tan bello. Estaba
ajena a lo que aún faltaba en mí o de lo que
había que hacer. Solamente podía verlo a Él,
que con su infinita gracia se estaba acercando
para rodearme con "su amor". Mi boca se
abrió y mi corazón testificó su gratitud y
amor por el Cordero, quien es digno de recibir
toda gloria y honor. No existen palabras
terrenales que puedan expresar la gloria que
arrebató mi alma y corazón. Los cielos se
abrieron, y yo quedé en libertad. En ese
momento, las cadenas que me habían sujetado
tanto tiempo se rompieron y mi cautiverio
terminó. Volvió la comunión, no hubo más
abismo ni prisión en las tinieblas. Yo estaba de
nuevo con Él; de regreso en la Casa del Padre.
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