TU DIOS REINA

CAPITULO 4

 

EL CUMPLIMIENTO

 

«Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz está lo que posee. Pero cuando viene otro más fuerte que él y lo vence, le quita todas sus armas en que confiaba, y reparte el botín» (Lucas 11: 21-22).

¡Imposible!...exclamó a coro el comité pro-evangelismo en masa. Tommy Hicks les acababa de presentar la idea de tener una entrevista personal con el presidente Juan D. Perón. Tommy, un desconocido evangelista de los Estados Unidos, deseaba solicitar el uso de un gran estadio de deportes, además de radio y prensa, para una campaña de evangelismo y sanidad.

Tal cosa nunca se había hecho antes. ¡A nadie se le había cruzado por la mente la idea de solicitar un estadio tan grande! Eso parecía demasiado absurdo. Aunque llegara a obtenerse el permiso, no había tantos evangélicos interesados en los milagros de sanidades como para llenarlo.

Tommy quería un lugar para cultos donde pudiera ubicar a unas veinticinco mil personas. El comité consideraba que dos mil quinientas eran más que suficientes, pero él dijo que no iba a comenzar, a menos que se consiguiera un estadio grande. Con algunos temores y reservas continuaron las deliberaciones.

La conclusión del comite era justificada desde el punto de vista humano, pues, hasta ese tiempo las obras evangélicas eran limitadas. La mayoría de las iglesias eran comparativamente pequeñas; las conversiones, hechos aislados; las sanidades, muy escasas. ¡Quién podía imaginar que Dios iba a obrar ahora en tan gran escala, cuando nunca lo había hecho antes! Creo que nadie, incluyendo el mismo Tommy, podía anticipar la magnitud de lo que Dios estaba por hacer.

En cuanto a obtener el uso de la prensa y radio, parecía ridículo aun considerarlo. Bajo el régimen imperante, todas las actividades religiosas eran estrechamente controladas. Todos los horarios de cultos tenían que ser notificados y debía obtenerse un permiso especial, concedido por el gobierno, el cual sería cuidadosamente archivado. La petición de Tommy era impracticable; tal cosa nunca se había hecho antes y las condiciones que prevalecían en esos momentos no indicaban la posibilidad de ningún milagro.

De todas formas, Tommy insistió en visitar al primer mandatario. He aquí, la historia que me fue relatada personalmente por un gobernador provincial. Nosotros la compartimos con los lectores:

Cuando Tommy supo de lo imposible e inútil que sería una entrevista con el Presidente, se encerró para orar en el cuarto del hotel. Sabía que su Dios era más grande que cualquier gobernante y que Él lo había enviado a Argentina, así que decidió ir personalmente a ver al Jefe de Estado. Altos oficiales de gobiernos extranjeros habían sido rechazados por Perón. ¿Cómo podía un desconocido predicador de Estados Unidos, sin importancia alguna, conseguir una audiencia con él? Pero Tommy Hicks confiaba en su Dios. Caminando hacia la Casa Rosada donde están las oficinas gubernamentales, se acercó a la puerta.

Un guardia armado que servía como portero, lo paró preguntándole ásperamente:

- ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

El pastor Hicks le explicó cuidadosamente que quería dar una campaña de salvación y sanidad. Cuanto más le explicaba, más interés mostraba el guardia. Finalmente pregunto:

- ¿Tú quieres decir que Dios puede sanar?

- Si, Él puede y Él quiere! -replico Tommy.

- Bien -dijo el guardia-, ¿puede Él sanarme a mí?

- Deme su mano -respondió el evangelista y allí mismo hizo una oración de fe.

El poder de Dios corrió por el cuerpo del guardia. En un momento, su dolor y enfermedad habían desaparecido.

Sintiendo el poder de Dios, el hombre quedó completamente atónito. Palpándose con tremendo asombro, dijo:

- Pero, ¡se ha ido! ¡se ha ido todo el dolor!

- ¡Por supuesto, se ha ido! -contestó Tommy-. ¡Dios lo ha sanado!

- Vuelva Ud. manaña y yo voy a conseguirle una entrevista con el Presidente -replicó el guardia.

Al día siguiente cuando Tommy retornó, el mismo guardia lo saludó muy cordialmente, escoltándolo hasta la gran puerta de la oficina privada del Presidente.

El General Perón saludó cordialmente a Tommy y a su intérprete; les ofreció un asiento y preguntó por el motivo de la visita. Cuidadosamente el pastor Hicks explicó en detalle el deseo que Dios había puesto en su corazón de tener una campaña de salvación y sanidad en un gran estadio, con libertad de prensa y radio. El presidente escuchó pensativamente. Con gran asombro oyó, por primera vez, acerca del poder de Dios para salvar y sanar, pues Tommy fue fiel para predicar el evangelio aquel día.

En aquella época, el Presidente estaba sufriendo una enfermedad de la piel muy persistente y desfigurativa; un tipo de eczema que ningún médico lograba curar. Había empeorado paulatinamente y, aunque era de conocimiento público su estado, no permitía que lo fotografiasen.

Escuchando la historia de Jesús, el Hijo de Dios que sana a través de la fe y la oración, el Presidente preguntó:

- ¿Puede sanarme a mí?

- Deme su mano -Hicks contestó.

Y allí mismo, estirando las suyas sobre el gran escritorio, oró por el General Perón. El poder de Dios fluyó hacia el cuerpo del Presidente; Dios hizo instantáneamente un milagro de gracia y de misericordia. Ante los ojos de todos los presentes, la eczema había desaparecido totalmente; la piel del presidente era ahora tan limpia y tersa como la de un niño. Dando un paso hacia atrás en tremenda admiración, pasó su mano sobre su rostro y exclamó con sorpresa:

-¡Dios mío, estoy curado!

Había sido realmente sanado. El Nombre de Jesús había prevalecido.

El Presidente, lleno de gozo y satisfacción, dio a Tommy lo que deseaba: libertad de prensa, libertad de radio, libertad para tener una reunión en masa. El Presidente concedió lo imposible, en gratitud por su sanidad. Las puertas se abrieron de par en par y Dios abrió un camino donde no había. En un momento, Él había hecho lo que ningún hombre podía hacer.

Se alquiló el estadio de Atlanta, con capacidad para veinticinco mil personas sentadas.

Durante los primeros días la concurrencia no era muy numerosa, pero Dios comenzó a extender su mano de sanidad. Las noticias se propagaron rápidamente. Dios comenzó a sanar. No pasó mucho tiempo cuando multitudes vinieron a ver y a escuchar a este «obrador de milagros», como era llamado. Los ujieres pronto comenzaron a trabajar doce horas diarias. Muchas veces las gradas estaban ocupadas varias horas antes del comienzo de los cultos.

A causa del gentío que debía permanecer afuera, se instalaron algunos alto-parlantes. Dentro del estadio, todos los pasillos estaban llenos. Luego, la multitud derribó el cerco que rodeaba el campo de juego y se precipitó en grandes olas, llenando la cancha también; tiraron abajo las puertas del estadio y se abrieron camino a codazos. Una noche, los empleados no podían montar la plataforma a causa de la multitud. Cuando el pastor Hicks llegó, escoltado por un grupo de policías, se dirigió a una de las esquinas del campo de juego, la multitud se abalanzó hacia él y los trabajadores no tuvieron lugar para poner la plataforma. Cuando Dios empezaba a obrar, unos gritaban, otros aplaudían, otros lloraban, mientras los enfermos trataban de tocar al evangelista o intentaban pararse en su sombra cuando él pasaba. En uno de sus sencillos sermones (pues no era un gran orador), predicó acerca de Jesús, El Salvador, El Sanador. La multitud, al escuchar estas simples verdades respondió: «Nosotros queremos a este Jesús como nuestro Salvador y Sanador». El pastor Hicks se volvió a los ministros en la plataforma y les dijo: «¿Ven esta hermosa escena? Argentina necesita a Cristo; ¿no arden sus corazones?».

Cuando la oración de fe fue hecha, el evangelista clamó: «Suelten su fe, hagan lo que no podían hacer hasta ahora». Hubo movimiento por todas partes. Las muletas abandonadas eran levantadas en el aire. Algunos gritaban: «¡Puedo ver!» Otros abandonaban sus sillas de ruedas. La gente observaba maravillada, conmovida, esperanzada, pensativa.

La multitud había crecido tanto que se alquiló un estadio más grande, el gran estadio de Huracán.. Ningún suceso deportivo o concentración política había podido llenarlo jamás. Y ahora, el pequeño y desconocido predicador del Evangelio se había atrevido a alquilarlo. Eso también confirmaba lo que el ángel había dicho: «La ola de bendición que Dios derramaría iba a llenar los lugares más grandes con vastas multitudes buscando escuchar el Evangelio, y gobernantes oirían el mensaje». Ahora se estaba cumpliendo literalmente.

Dios estaba obrando; su plan se estaba cumpliendo; Dios iba a traer el Evangelio con tanto poder a Argentina que este país iba a saber para siempre que su mano no se ha acortado, ni su oído se ha agravado. El Evangelio iba a producir un poderoso impacto sobre la nación de veinte millones de habitantes.

A esa Argentina, fuerte, poderosa, rica, influyente pero al mismo tiempo, orgullosa, idólatra, vil y pagana, Dios deseaba moverla fuera de la órbita papal, para que girara alrededor de Jesucristo.

El poder de Dios sopló sobre esa vasta multitud una y otra vez. Noche tras noche, la virtud sanadora de Jesús fluyó hacia los miles que depositaron su fe en Dios. ¿Cuántos? Su numero era demasiado grande para ser contado; la cifra exacta está registrada en los cielos.

El pensamiento y la rutina diaria de la nación comenzó a cambiar con el amanecer de un nuevo día. A través de la prensa y la radio, las noticias corrían por todo el país. Las revistas publicaban artículos con fotografías de lo que Dios estaba haciendo. Los diarios imprimían noticias de las reuniones y de los milagros.

Todas las copias disponibles de la Biblia fueron vendidas, cincuenta y cinco mil de ellas. La gente clamaba por un ejemplar casi arrebatándolo de las manos de los acomodadores. Una solicitud urgente fue enviada para que más copias llegaran por correo aéreo.

El impasible cinismo, dio lugar a la esperanza. Los orgullosos argentinos se volvieron tan emocionales como cualquier pentecostal. Cada noche una clamorosa y necesitada audiencia respondía al poder de Dios mientras el pastor Hicks ministraba el gozo de la liberación.

Comenzó entonces una carrera precipitada, una migración similar a la fiebre del oro del siglo pasado en el oeste estadounidense. Pero lo que la gente encontró fue mucho mejor que el oro, pues hallaron la fuente de vida. Las aguas sanadoras estaban fluyendo, el poder de Dios se movía hacia la gente .

Llegaban al lugar en autobuses, subterráneos, camiones, tranvías, trenes o cualquier otro medio disponible. Desde tan lejos como Chile, Bolivia, Brasil, Uruguay y los puntos más distantes de Argentina, convergían al lugar donde Dios estaba supliendo las necesidades del hombre. Cuando preguntaban a los choferes de autobuses dónde tenía lugar la campaña, la respuesta era una sola: «Donde Ud. ve que la gente se baja, bájese también. Sígalos y ellos lo llevarán al estadio». Por varias manzanas a la redonda, las multitudes se movían en la misma dirección causando tremendas aglomeraciones de tráfico.

Dentro del estadio, si alguno trataba de encender un cigarrillo, otros lo obligaban a apagarlo. «Mal educado», le decían, «Aquí se está predicando la Palabra de Dios».

El presidente del club Huracán dijo públicamente que el nunca había visto tan grande asamblea de personas, estimando que debía haber, por lo menos, ochenta mil personas dentro del estadio.

Dondequiera que los hombres se encontraban, había sólo un tema de conversación. En los hogares, en las calles, la gente comentaba a favor o en contra de la campaña evangelística del estadio Huracán. Los himnos y coros evangélicos eran cantados en los vehículos públicos. En un autobús, un escéptico trató de convencer a otra persona que todo el asunto era un engaño; el otro discutió que no era así; una tercera persona entró en la conversación afirmando que todo era verdad, pues Dios había sanado de parálisis a su esposa. El escéptico no tuvo más argumentos.

En una fábrica, al hacerse comentarios acerca de la campaña, algunos trataron de burlarse. Un hombre se levantó y los obligó a callar. Su hija, una adolescente que tenía una pierna más corta que la otra, había sido instantáneamente sanada en la campaña, abandonando así su zapato ortopédico.

El cojo caminaba, el paralítico era libertado, los ciegos veían y los que venían en camillas eran curados. Las ambulancias que traían pacientes inválidos retornaban vacías. Vida y salud fluían como un río porque Dios había venido a la Argentina.

El hotel donde el pastor Hicks se hospedaba parecía la sala de guardia de un hospital. Las ambulancias traían gente a cualquier hora del día o de la noche; el hall estaba lleno de personas necesitadas. Debieron reclutar voluntarios para ayudar a aquéllos que venían al hotel.

Noche tras noche, la multitud fue creciendo hasta que no había más asientos vacíos en el estadio. Los pasillos y pasajes de salida estaban llenos. Aun así seguían viniendo, como una ola humana. La gente parecía un gigantesco campo de grano, listo para la cosecha. La capacidad del estadio fue agotada; ni siquiera había lugar para permanecer de pie. Por cuadras a la redonda, en todas direcciones se congregaba un gran mar de gente. Las puertas se cerraban una hora antes del comienzo del culto. Los mensajes llegaban a la gente, afuera, a través de alto-parlantes y la ola del poder de sanidad les alcanzaba a ellos también.

Un diario inglés en Buenos Aires, comentando favorablemente uno de los cultos, estimó la multitud como de unas ciento cinquenta mil personas. Habló de cientos que esperaban desde la mañana temprano hasta que las puertas del estadio se abrían. Poco tiempo después de haber comenzado el culto, era prácticamente imposible viajar en líneas de tranvías o autobuses rumbo al estadio; todos parecían estar yendo hacia aquella dirección. Aunque una vasta multitud llenó el estadio, miles más luchaban por entrar, trepando los escalones y bloqueando todos los portones.

Tommy Hicks, de pié en la gran expansión de césped verde, rodeado por miles de personas, predicó que Jesucristo vino para revelar a Dios al mundo. La multitud respondía: «¡¡¡Aleluya!!!» Aplaudieron, cantaron un himno, levantaron sus brazos y se pararon. Luego bajaron sus cabezas en oración. El silencio impresionaba.

Dios estaba visitando Argentina en una forma soberana, haciendo a ésta consciente de su Nombre, de su Poder y de la Verdad de su Evangelio. La gente ya no podía aceptar ciegamente los reclamos del clero. Los ídolos del catolicismo ya no podían tener el completo control de las mentes de los hombres como lo habían hecho hasta ese momento; el poder soberano de Roma había sido quebrado; su dominio absoluto sobre la mente argentina había sido roto.

¿Quién puede describir esos días? ¿Quién puede medir tal felicidad y gozo? ¿Quién puede narrar el tremendo alivio del dolor y la miseria, del temor y las enfermedades? Dios arrastró todo en torrentes de amor divino.

Un pequeño de unos tres años padecía de defecto en la estructura ósea de la pierna; no podía caminar sin usar un pesado aparato ortopédico. Cuando la oración en masa fue hecha, la madre sacó, en fe, el aparato de acero y el niño comenzó a caminar. Mientras él corría de un lado a otro, la multitud comenzó a clamar, llorar y gritar. La fe se levantó en muchos corazones y los milagros comenzaron a suceder espontáneamente en la multitud. Un médico que conocía el caso del niño, al ver el milagro, enseguida fue a donde estaba el pastor Hicks. Abrazando sus rodillas comenzó a clamar en voz alta: «¡Yo quiero a este Cristo, quiero ser salvo! ¡Quisiera servir a un Dios que hace esto por los niños!»

Un joven de veinte años fue traído al estadio en una camilla, había sido inválido desde su nacimiento. A causa de la gran multitud y la imposibilidad de acercarse a la plataforma, un acomodador se ofreció a ayudar para que pudiesen avanzar aquellos que lo llevaban. A la noche siguiente una mujer buscó al mismo acomodador diciéndole: «¿Ve aquel joven?» El joven los vio mirando y saludó. Era el mismo que la noche anterior había sido llevado en camilla; ahora estaba completamente sano.

Un notable publicista fue sanado de hemorroides, várices deformantes y engrandecidas, reumatismo y un defecto en la vista; su sanidad fue comentada en una importante revista.

Una noche, unos policías trajeron a la plataforma a una mujer poseída de demonios. Cuando el evangelista comenzó a orar por ella, clamó a gran voz: «¡Demonio, sal fuera!» El terror llenó a los que lo oyeron. Los policías bajaron sus gorras en una actitud de reverencia. El demonio huyó y la mujer levantando sus brazos, comenzó a alabar a Dios por su liberación.

Gente de todos los niveles de vida vinieron a las reuniones: el cojo, el ciego, el enfermo, el pobre, el de la clase media, el rico, ancianos, madres, padres, jóvenes.

Una hermana del vicepresidente de Bolivia trajo a sus niños para ser sanados. La esposa de un alto funcionario del gobierno mantuvo reuniones de oración y estudios bíblicos en su hogar. Una de las mujeres más ricas en Argentina vino al Señor; un gobernador de cierta provincia fue sanado.

La muerte huyó de cientos de sus presas, al ser reprendida en el Nombre del que tomó cautiva la cautividad. Algunas madres recibieron a sus bebés sanos y salvos. Otros saltaron de sus camas de aflicción absolutamente sanos. Muchos padres volvieron a trabajar y a traer el pan a sus hogares; hasta entonces destruidos.

Real y verdadera salvación vino a muchos corazones; miles fueron los que se arrepintieron de sus pecados. En esos días, sin importar cual fuese su condición social, moral, económica o política, se encontraron enfrentados con Dios. Desde mediados de abril a mediados de junio de 1954, fueron meses de gloria. El cielo se inclinó y besó la tierra. La sangre del Cordero de Dios lavó a mucha gente dejándola limpia y sana. Hermanos de iglesias tradicionales recibieron el bautismo del Espíritu Santo.

Pero las fuerzas del pastor Hicks se estaban acabando. Prácticamente sin comer y sin dormir durante esos tremendos días, no podía continuar más tiempo llevando la pesada carga espiritual que implicaba este poderoso mover del Espíritu de Dios. El Señor le reveló que debía retornar a los Estados Unidos.

Una gran consternación vino sobre los miles de personas cuando anunció su decisión de concluir los cultos. Sólo Dios podía enumerar los casos que habían sido salvos, sanos y llenos con el Espíritu Santo. Un reportero deseaba publicar un periódico evangélico; otros, ofrecieron fondos para que se edificara un estadio para cultos de evangelización. Profesionales quisieron abandonar sus carreras para dedicar sus vidas al ministerio. Ahora, la vasta multitud era dejada aparentemente sin pastor. Todo parecía terminar abruptamente. Sin embargo, no nos sentimos suficientemente capacitados como para cuestionar la sabiduría del plan de Dios, porque esto fue solo la conclusión de otro glorioso capítulo de la histórica invasión de Dios a la Argentina, y ésta no ha terminado aún...Desde aquellos días, en otros lugares y en otras formas, Dios ha hecho cosas maravillosas. De lo prometido por el ángel en City Bell, queda aún mucho por cumplirse.

Algunos pastores encendieron sus pálidas antorchas en la ardiente llama del despertar. Pequeños evangelistas desconocidos hasta aquel entonces, captaron en aquellos días la visión de lo que Dios podía hacer y se esparcieron por todo el país ministrando y trayendo a miles de almas hacia Cristo. Un joven descarriado, con el llamado a ser predicador, dejó su carrera de deportista profesional para convertirse en un destacado pastor y evangelista. Su hermano también vio la Gloria del Señor, pues la misma llama de Dios encendió su alma y cuando se lanzó al evangelismo, la mano de Dios estuvo sobre él. Jóvenes candidatos para el ministerio y estudiantes de escuelas bíblicas, viendo lo que Dios podía hacer, se dedicaron a orar por los enfermos. Nuevas obras fueron abiertas. Las iglesias cosecharon nuevos miembros y edificios fueron levantados para apacentar las ovejas.

Sin duda alguna, la campaña de Hicks, con todo su espectacular crecimiento y complicada post-campaña, no era la forma en la cual el hombre hubiera hecho las cosas; tal vez las hubiera planeado mejor. Pero los caminos de Dios no son nuestros caminos, ni sus pensamientos son los nuestros. Nosotros podemos filosofar e investigar, pero Dios sigue adelante con el cumplimiento de su plan, moviéndose con aquellos que se atreven a creer y a seguirle, adondequiera que Él vaya. Porque Dios no había, ni ha terminado aún de cumplir sus poderosos propósitos en la Argentina.

Dios, no eligió soberanamente a este país para dar nacimiento a algo tan tremendo, sin un propósito. Aquí, en una tierra impregnada de idolatría y paganismo, Dios trajo a luz una gran operación de la gracia divina, que ha sido registrada en la historia cristiana. Más de una década después, aún se cosechan los efectos positivos del derramamiento de su Santo Espíritu.

Una gran luz amaneció en esta tierra. De la noche a la mañana, la gente despertó a la realidad del evangelio; fueron destruidas grandes barreras del corazón y de la mente del hombre. El «hombre fuerte» (Mateo 12:28-29) fue vencido por el poder de Dios. Su Palabra se extendió, alcanzando a muchas más personas; Dios comenzó a cumplir sus promesas.

Dios se estaba moviendo por todas partes en Argentina, desde la provincia del Chaco -en el norte-, hasta la región patagónica -la gran tierra del sur. El Hombre de Guerra había extendido su mano derecha; en ella estaba escondido el secreto de su poder; por ella había hecho proezas que eran gloriosas. Derrotó al enemigo, destruyéndolo. El Señor desnudó su santo brazo ante los ojos de todas las naciones. El último capítulo no está escrito porque aún no ha sido vivido. La historia no ha terminado, ni siquiera ha sido relatada en su totalidad; al igual que el libro de Los Hechos, todavía continua.

Fue encendido un fuego que, aún ahora, sigue ardiendo. Las palabras de Ezequiel en el capítulo 20:46-48, dicen así: «Hijo de hombre, pon tu rostro hacia el sur, derrama tu palabra hacia la parte austral...Oye la palabra de Jehová el Señor: He aquí que Yo enciendo en ti un fuego, el cual consumirá en ti todo árbol verde y todo árbol seco; no se apagará la llama de fuego; y serán quemados en ellos todos los rostros, desde el sur hasta el norte. Y verá toda carne que yo Jehová lo encendí; no se apagará».

VOLVER A INDICE CAPITULOS