TU DIOS REINA

CAPITULO 2

 

UN FIN Y UN COMIENZO

 

«Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón» (Jeremías 29:13).

En enero de 1949, el misionero Roberto Thomas y yo, llegamos con una carpa evangelística a Lavalle, un pueblecito a los pies de los Andes. Nuestro propósito era dar una campaña en algún lugar donde el evangelio no hubiera sido predicado antes.

Comenzamos a trabajar árduamente bajo el caliente sol andino. El aire se lleno con la música de discos evangélicos. Visitamos cada hogar de la comunidad, distribuyendo folletos y evangelios. Oramos y preparamos sermones, sin embargo, las noches pasaban una a una sin que nadie viniera. Luego cayeron lluvias torrenciales que amenazaban anegarnos; aun así seguimos adelante. Pero a pesar de nuestros esfuerzos, testimonios y predicaciones, no vimos fruto alguno.

El hombre fuerte aún estaba gobernando sobre la pequeña comunidad. Después de dos semanas de gastos y de trabajos nos vimos forzados a retirarnos muy descorazonados, sin ningún resultado visible. Ese fracaso marcó para mí el fin de una larga senda y el comienzo de una nueva.

Las palabras de Francis Thompson «Yo huí de Él a través del laberinto de mi propia mente» describían mi relación con Dios hasta entonces. Siempre hubo plausibles excusas por escasez de cosecha y la falta de resultados en mi ministerio.

Siendo niño había tenido la oportunidad de presenciar poderosos milagros bajo el ministerio de siervos de Dios, como el Dr. Charles Price y Aimee S. McPherson, pero bien sabía yo que este tipo de operaciones no se daban en mi propio ministerio. Aun así, todavía tenía excusas que eran el refugio imaginario donde podía esconderme de la luz de Dios que escudriñaba y revelaba la verdad en mi interior.

La causa de mi fracaso era siempre externa: o la gente era muy dura en un lugar o ya se había predicado en otro, o todavía no era el tiempo de cosecha o era necesario plantar primero, o la gente no tenía fe. De un pastorado a otro, de un campo misionero a otro, las excusas se multiplicaban. Si bien, un cierto trabajo para el Señor se había hecho a los ojos de los hombres y no había necesidad de sentirse avergonzado; en lo secreto de mi corazón, sabía que había un camino mejor. El Espíritu de Dios, siempre fiel, no dejó que mi complacencia estorbara sus propósitos. Muchísimas veces, la pregunta de Eliseo encontraba eco en mi alma: «¿Dónde está el Dios de Elías?»

Ahora, estábamos en Lavalle, un pueblo que nunca había oído acerca del evangelio y que, por consiguiente, no era territorio «trillado». Yo debía encarar la punzante realidad de que había sido derrotado. Con todas las condiciones a mi favor: un equipo misionero completo, un competente compañero evangelista, aun así, había fallado rotundamente. Me vi forzado a admitir que a pesar de un excelente entrenamiento ministerial y el bautismo del Espíritu Santo recibido en mi niñez, todavía había una evidente y trágica falta de poder en mi ministerio. La larga lista de excusas había terminado y, también, mis huidas. Dios me había llevado a hacer un balance de mí mismo, y el resultado era desalentador. Amargado, derrotado y con todas las armas destruidas, fui llevado por Dios a presentar ante Él un tratado de rendición. «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu» (Zacarías 4:6). «No con caballos porque son carne y no espíritu; ni con jinetes porque son hombres y no Dios» (Isaías 31:1-3).

Dios me estaba desafiando a rendir la carne y las obras de la carne. Mis obras eran buenas, pero no podían ser aceptadas, pues no eran Sus obras. Dios estaba ofreciéndome un nuevo camino, un camino de poder, una operación del mismo Espíritu Santo, encauzado en un ministerio de liberación.

 

UN CAMINO ALTO

 

«Senda que nunca la conoció ave, ni ojo de buitre la vio; nunca la pisaron animales feroces, ni león paso por ella» (Job 28:7-8).

Los términos de rendición exigidos por Dios determinaban que yo debía dedicar un mínimo de ocho horas consecutivas, por día, en oración y con su Palabra. Si un hombre puede trabajar ocho horas diarias, un ministro puede orar el mismo tiempo. Algunas veces me quedé más tiempo, durante todo el día y toda la noche.

Había transcurrido poco tiempo, cuando algunos comenzaron a expresar abiertamente su desaprobación a estos tiempos de oración, dudando de mi salud mental; exponiendo sus razones, sobre la base de que nadie tiene derecho a recibir un salario misionero dedicando la mayor parte de su tiempo a la oración y no a las tradicionales actividades misioneras.

A pesar de esto, sabía que no podía seguir un solo paso más engañándome a mí mismo y huyendo de Dios; tenía que aceptar su desafío. Había llegado al fin de un largo camino.

Para ese tiempo, yo era pastor interino de una humilde iglesia en Mendoza. Esta tenía un pequeño cuarto vacío en el altillo y fue precisamente allí donde comencé a buscar a Dios. Tenía que encontrar su respuesta en cuanto a lo que demandaba un avivamiento, al mover de su Espíritu en la Argentina y en cuanto a su intervención divina, tal como se narra en el libro de los Hechos - una operación de acuerdo a sus habilidades y no de acuerdo a las mías.

¿Eran tan sólo meros anhelos? ¿Era posible para un hombre común, sin ninguna otra aptitud que un llamado al ministerio, encontrarse con Dios de tal forma que pudiera traer resultados y frutos tangibles? ¿Puede el tiempo aceptar el desafío de la eternidad? ¿Eran los poderosos santos y profetas de la historia seres especiales creados por la soberana voluntad de Dios, o eran solamente hombres comunes que aceptaron su desafío? ¿Existía un camino? ¿Podía el hombre tener un encuentro directo con Dios? Contrariamente, si llegaba al final de aquel camino sin retorno, sin hallar estas respuestas, se cerniría sobre mí una desorientación abismal, de la cual muchos sueños e ilusiones, por mucho tiempo guardados en sagrado secreto, serían destrozados.

Muy a menudo en las Escrituras, Dios dice al hombre, «BUSCAD MI ROSTRO», pero nunca dice cómo buscarlo. El buscar a Dios ¿era un privilegio de unos pocos seleccionados, de un limitado grupo de místicos de nacimiento que pueden trepar alto en la montaña del profeta? Muchas preguntas sin respuesta me llevaron a una que las contenía a todas: ¿podía un hombre de lo más común, con preparación y talentos comunes, sin ser un genio y sin dones especiales, encontrar a Dios? ¿Había para tal hombre un contacto vital, un encuentro personal con el Señor de la Gloria?

Un cuidadoso escudriñar de las Escrituras desde Abraham hasta Nehemías, desde Elías hasta Pedro, parecía indicar claramente una rotunda afirmación.

Siendo práctico por naturaleza, sintiéndome más cómodo en el taller o en el campo, que en el escritorio o en la cámara secreta del profeta, me vi forzado a encontrar una respuesta que era al mismo tiempo espiritual, práctica y dinámicamente real, como escrituralmente auténtica. Lo espiritual y material debían unirse en el hombre. Dudas, preguntas y miedos marcaban el paso de largas horas. ¿Dónde está tu Dios? Las paredes devolvían en su eco la infructuosa pregunta. Torbellinos batallaban en mi interior. ¿Era tal demanda una impertinencia meramente humana? Delante se asomaba un aparente callejón sin salida, una amenaza de fracaso tan definitiva, que el miedo a ella se convertía en un poderoso motivo para seguir adelante.

A pesar de los días de oración y ayuno, todavía no había respuesta alguna. Aunque interminables horas pasaban, aún no se abría ninguna ventana en el cielo.

Loraba, esperaba, meditaba, escudriñaba la Palabra, caminaba, me arrodillaba, me paraba y nuevamente me postraba en el piso; Dios respondía con silencio. Ninguna posición, ni ayunos, ni lágrimas, ni clamores podían penetrar la silenciosa e invisible barrera que tan apretadamente oprimía mi ser. Los días pasaron lentamente convirtiéndose en semanas.

Dios no tenía ninguna prisa en descubrir los secretos de sus misterios. Él ha escondido tan cuidadosamente sus diamantes en lo profundo de la tierra, para que solamente los que buscan diligentemente puedan encontrarlos. No se apresuró a revelar su cámara de tesoros a quien aspiraba tan sólo visitarla, ni descubrir prestamente su lugar de escondite, al que tan sólo ansiaba hallarlo. El buscar y cavar eran necesarios.

Pasaron dos meses - una eternidad acomodada en el tiempo - ni una brisa se movía en el mundo espiritual; ni siquiera aparecía una pequeña nube del tamaño de la palma de la mano de un hombre.

Entonces el enemigo hizo un intento casi exitoso para detener la búsqueda. «Pon una fecha a Dios. Seguramente a esta altura de las cosas sabrás que estás equivocado. No hay razón para seguir así indefinidamente». Y una fecha fue puesta. «DIOS», dije, «si para el fin de semana, el sábado a las diecisiete horas en punto, Tú no te manifiestas, entonces sabré que estoy equivocado. Voy a salir con folletos evangelísticos, retornando a la convencional rutina misionera». Seguramente Dios sabía que era sincero, por lo tanto, se vería obligado a salir de su lugar de escondite.

Pero aún así, ninguna brisa sopló. El plazo llegó a su fin y Él, en su infinita sabiduría y paciencia, continuó en silencio. Con amargura en mi alma, que sería imposible transcribir, con lágrimas de frustración y derrota, surgiendo de las profundidades de mi interior, llené mis bolsillos con folletos evangelísticos y lentamente comencé a caminar a través del largo pasillo que me conducía a la calle. Dios no había contestado.

En ese momento, en el preciso horario de Dios, un pastor conocido llegó con su hijo, un adolescente inconverso. Durante la visita, el pastor compartió todos sus problemas, sin omitir un solo detalle. Los minutos se convirtieron en horas. Fue imposible realizar mi plan de visitas con folletos evangelísticos. Cuando los dos visitantes se preparaban para partir, hice al joven una pregunta escudriñadora. Una palabra llevó a la otra, hasta que el joven estaba sobre su rostro, sollozando, encontrando la senda a la fuente del Calvario.

Finalmente, los dos partieron. En la oscuridad del pasillo, en el instante mismo en que ellos atravesaron la puerta de salida a la calle, una voz dentro de mí, dijo: «Ves, hijo, que cuando Yo quiero, puedo traerlos. Ahora vuelve al lugar de oración hasta que te diga que es tiempo de terminar».

Regresé nuevamente al pequeño altillo para dedicar más semanas a la intercesión y meditación de su Palabra. Los meses pasaron hasta que el tiempo perdió su significado. Entonces un día, un día igual a todos los transcurridos y sin previo aviso, se hizo oír una palabra en medio de la habitación, UNA PALABRA que vibraba desde las profundidades y en las alturas. Sobre esa palabra vino la poderosa Presencia de Dios, llenándolo todo. En aquel instante y con una voz que parecía audible, me fue dado un mensaje especial. El velo fue roto, y las ventanas de los cielos abiertas. La gloria brilló a mi alrededor, encontrándome en el espíritu.

Dios se había acercado a un hombre común. Él se había dignado a hablar para cumplir su propósito y voluntad. Su realidad había sido manifiesta y su Palabra completamente vindicada. Él no había dicho en vano: «BUSCAD MI ROSTRO».

Por varias semanas los cielos me fueron abiertos y vi cosas en el espíritu, las cuales no me es lícito contar. Luego, me fue dada una extraña orden: «Ve, llama a la gente a orar. Yo voy a derramar mi Espíritu sobre ellos. Diles que vengan preparados para quedarse desde las veinte hasta las veinticuatro horas. Si no están dispuestos a permanecer las cuatro horas, no deben venir».

¿Podía provenir de Dios, tal orden? Hacía sólo unas semanas que yo había elegido una hora más conveniente para los cultos de oración y nadie había venido y ahora, a una hora tan inoportuna, quien estaría lo suficientemente interesado como para venir? La orden era sencilla. Naamán había esperado que el profeta pusiera al menos su mano sobre el lugar de aflicción, esperando una dramática aparición de éste y no una mera orden: «Ve y lávate siete veces en el Jordán». Más tarde descubrí que no es la orden, sino quien da esa orden, lo que hace la diferencia.

Los caminos de Dios no son nuestros caminos. El dio esta orden y esperaba que fuera obedecida al pie de la letra. Debo confesar que tenía muchas dudas. Conocía muy bien a los pocos miembros de la iglesia, su letargo y falta de interés por las cosas de Dios. Si tan sólo uno de estos aceptaba la invitación, entonces sabría que era obra de Dios. Él nos había comenzado a enseñar la importancia de la simple e implícita obediencia.

La cantidad del fruto consumido en Edén no fue lo que trajo tal caos, sino la calidad de desobediencia, lo que reveló una profunda rebelión contra el gobierno de Dios, separando así al hombre de su Creador. Implícita y simple obediencia es el único camino que nos lleva de regreso a la Presencia de Dios y restaura una relación correcta con Él.

La invitación hecha al pequeño grupo reunido en la iglesia el domingo siguiente, fue la menos usual y la más difícil de formular. El frío clima invernal, un edificio sin calefacción, falta de transporte después de la medianoche, todo se combinaba para hacer dificultoso el responder a tal llamado. Sin embargo, tres personas indicaron su deseo de asistir a los propuestos cultos de oración.

A la noche siguiente, vinieron los tres: una sirvienta muy jovencita y tímida, un joven que se había alejado del camino de Dios y su esposa. Ninguno de los tres había visto antes a alguien lleno con el Espíritu Santo.

Esta pequeña iglesia y muchas otras en Argentina, en ese entonces, nunca habían experimentado ninguna manifestación del Espíritu de Dios; no sabían cómo recibirlo, ni que sucedería cuando viniera.

La primera noche dedicamos tiempo en instruirles al respecto, conforme a las Escrituras. Luego todos nos arrodillamos en actitud de oración mientras esperábamos en absoluto silencio. Yo dirigí la oración, alabanza y cantos, pero ninguno se unió a mí, simplemente continuaban esperando en silencio.

Cuando ya habían transcurrido las cuatro horas, pregunté si alguien había recibido algún impulso del Señor que le guiara a orar, cantar o alabar, en fin, cualquier cosa semejante. Todos contestaron negativamente, excepto la joven esposa. Ella admitió un extraño deseo de levantarse, caminar hacia la mesa que se encontraba en el centro del cuarto y golpearla. ¡Realmente resultaba algo extraño! Siendo demasiado orgullosa como para siquiera pensar hacer algo así, sólo contestó: «¡Oh, sería demasiado tonto!» Tratamos de persuadirla a que lo hiciera, pero el intento fue en vano. Ese fue el fin del primer culto de oración.

Nuevamente fui delante del Señor. Yo había cumplido su mandato, pero no había acontecido nada. ¿Qué hacer ahora? Y su orden fue que nuevamente nos reuniéramos para orar y esperar. El mismo grupo volvió la noche siguiente, y esta reunión fue una reproducción exacta de la anterior.

Durante las silenciosas cuatro horas nadie había sentido ningún impulso del Señor, salvo la misma mujer que confesó tener el mismo extraño deseo de la primera noche, pero tal como había sucedido entonces, no lo llevó a cabo. La reunión terminó en un triste fracaso, y yo estaba seguro de que nadie retornaría la noche siguiente.

¿Podría ser esto del Señor? ¿Una cosa tan extraña y tan fuera de lo común, como el deseo de pegarle a una mesa? Nada similar se menciona en la Biblia. ¿Por qué Dios no se había movido aún? ¿Por qué tal demora, si había dado la orden y había prometido que Él se manifestaría? Muchas preguntas y dudas se agolpaban sobre mi corazón y mente. En temor y temblor esperé la próxima noche.

Para la tercera noche las mismas tres personas se unieron a mi esposa y a mí para tener otra reunión de oración. El resultado fue otra noche de silenciosa espera. Cuando la reunión estaba por finalizar, pregunté a la joven esposa si aún tenía el deseo de golpear la mesa. Con mucha timidez y vergüenza, admitió que sí, pero ninguna rogativa surgió efecto. !Cuán difícil es para el hombre aprender a conocer la voz de Dios! Tres veces llamó Dios a Samuel y tres veces pensó que era la voz de Elí; solamente la cuarta vez supo que era Dios quien le estaba hablando. Varias veces el Señor había hablado a esta señora. De alguna manera yo sabía que era Dios quien originaba tal impulso.

El jueves, durante la noche todo continuó como en las noches anteriores, hasta las veintitres horas, entonces yo pedí que todos se levantaran de sus rodillas y tomaran sus asientos.

«Señora», le pregunté, «¿todavía siente usted tal deseo?». Con vergüenza y desengaño confesó que sí. Así que yo mandé que todos se pusieran de pie. Cantando un corito, los cinco marchamos alrededor de la mesa. Al ver ella que nos atrevíamos a golpear la mesa, juntó coraje y también extendió su mano. Cuando golpeó la mesa, inmediatamente un viento sopló desde un rincón. En unos segundos, la recatada y tímida sirvienta estaba adorando a Dios en un éxtasis, con sus manos levantadas en alto. Su rostro transformado, irradiando el gozo y la gloria del Señor, mientras hablaba en una lengua desconocida. El rebelde y descarriado hombre, que había resistido reiteradas veces el llamado de Dios sobre su vida, cayó bajo la mesa y allí comenzó a adorar al Señor en otras lenguas, según el Espíritu le daba que hablase. Su esposa, viendo lo que sucedía, dejando de lado toda vergüenza y temiendo que el Espíritu la dejara de lado, clamó en voz alta: «Yo también, Señor». El Río del Espíritu Santo fluyó también sobre ella, bautizándola, hablando al igual que los demás en lenguas desconocidas.

El Espíritu Santo estaba siendo derramado, no solamente sobre nosotros, sino también sobre toda Argentina en una forma nueva, un derramamiento que se extendería hasta alcanzar los rincones más remotos de este gran país.

Un simple acto de obediencia abrió la puerta. Dios puso en movimiento las fuerzas para cambiar este vasto país pagano, y hacer de él una nación cristiana.

Lágrimas, anhelos e innumerables horas de batallar contra el enemigo habían obtenido una sola respuesta: «Dios, en su fidelidad, cumplía lo que había prometido». Estábamos sumergidos en la corriente de los grandes propósitos de Dios, donde tantos otros habían derramado su alma, pero sólo tuvieron el privilegio de consagrar sus vidas en fe, sin ver el cumplimiento de tales promesas. El creer se tornó en ver.

La sabiduría de Dios invadió en forma rotunda la sabiduría del hombre. El solo hecho de obedecer el impulso del Espíritu Santo había quitado el último obstáculo que impedía el libre fluir del Río de Dios. Argentina comenzaba a percibir los efectos de este fluir en los primeros días de junio de 1949.

 

UNA NUEVA FUENTE ABIERTA

 

Las noticias del derramamiento del Espíritu Santo corrieron rápidamente y otros se nos unieron la noche siguiente en el culto de oración. Ahora ni el frío, ni el calor, ni el peligro, ni ninguna otra cosa impidió a la gente venir para recibir el Espíritu Santo.

Una niña de catorce años, con muy pocos estudios, tuvo visiones de cosas que sucederían; muchas de ellas se cumplieron posteriormente. Algunas veces profetizó, repitiendo muchas Escrituras que nunca antes había leído y menos memorizado. Un joven recibió el don de palabra de conocimiento y, a través de visiones, tuvo revelaciones de cosas escondidas. Este mismo joven, una noche amonestó a una maestra jubilada a que limpiara su hogar de ídolos. Ella, lastimada y con asombro, replicó que en su hogar no había ídolos. Entonces Dios le reveló al joven en visión, que tenía cierto baúl con una pila de reliquias en el fondo. Era cierto, habían estado allí durante largos años; eran recuerdos de su madre fallecida. Esta mujer los había olvidado y Dios, manifestando su odio contra toda idolatría, quería que fuesen destruidos. Al día siguiente, la maestra trajo todas las reliquias para ser quemadas. Dios nos enseñó acerca de dones y operaciones de su Espíritu que hasta entonces desconocíamos. El joven recibió un ministerio de sanidad, convirtiéndose en un exitoso evangelista y pionero de nuevas obras.

A medida que se conocía más acerca del avivamiento que había llegado, venía mucha gente nueva. Tan pronto como estas personas eran salvas, recibían el Espíritu Santo, muchas veces aun antes de ser bautizadas.

El hermano Thomas, que había trabajado junto a mí en la desastrosa campaña en Lavalle, hizo un viaje especial para visitarnos.

Varios ministros en Buenos Aires, habiendo oído noticias de un avivamiento en Mendoza, enviaron al hermano Thomas para que les diera información como testigo presencial de lo que estaba sucediendo.

Como él ya había pastoreado esa iglesia, conocía muy bien a la gente. Mirando a los miembros y viéndoles gloriosamente transformados, alabando a Dios y moviéndose en los dones y operaciones del Espíritu Santo, dijo: «¡Esto es un milagro! ¡Esto es obra de Dios! ¡Sólo Él pudo hacerlo! ¡Antes teníamos estudios acerca de los dones, ahora estas mismas personas están manifestando esos mismos dones!».

En pocas semanas la pequeña iglesia dobló una y otra vez su membresía. La gente organizó pequeños grupos y salieron a testificar del Señor. Por las calles y en los hogares, fueron en el poder del Espíritu Santo, retornando con gloriosos testimonios de lo que Dios estaba haciendo en respuesta a su sencilla fe. La gente era salva y sana al imponerles las manos en fe. Yo escuchaba atentamente y el Señor parecía hablarme otra vez diciendo: «Ves hijo, Yo puedo hacer mucho más por esta gente humilde, llenos con el Espíritu Santo, que lo que podría hacer contigo solo, yendo con folletos evangélicos de puerta en puerta».

Viendo la maravillosa sabiduría y plan de Dios, mi corazón se derritió; ya había aprendido la lección. ¡Sus métodos eran mejores!

Habiendo limpiado la iglesia por la purificación de su Santo Espíritu y puesto su orden, el Señor comenzó a guiarnos más y más en un ministerio de sanidad.

Dimos campañas en una carpa; esta vez no fue un fracaso. Hubo milagros. Una noche hubo tal mover del Espíritu de Dios, que todos los presentes, fueran salvos o inconversos, estaban sobre sus rodillas clamando delante del Señor mientras fluía la palabra de profecía acerca del nombre de Jesús. Todos se arrodillaron delante de Él y confesaron sus pecados. Cuando su Espíritu sopló con gran poder, nadie pudo resistir su Presencia.

De la noche a la mañana, el Señor había transformado la iglesia de Mendoza; Él había venido a nosotros. En lugar de unos pocos miembros indiferentes, nuestra iglesia estaba llena. En lugar de suspiros, hubo cantos; en lugar de muerte...vida; en lugar de derrota...victoria. El frío silencioso de los cultos de oración se tornó en tremendo regocijo; el desierto se convirtió en un verdadero manantial.

Pero como el cometido del río es fluir siempre hacia adelante, buscando nuevos canales, no podía concluir en Mendoza. Antes de no mucho tiempo, vinieron invitaciones para visitar iglesias y otras ciudades. Así que, dejando a un joven pastor encargado de la obra en Mendoza, nosotros nos dirigimos hacia el sur.

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