LA LLAMA ARDIENTE

CAPITULO 3

 

EL DÍA QUE DIOS VISITÓ CHACO

 

Enfrente del rústico e improvisado púlpito, un joven consumido por la tuberculosis y que ya no podía levantarse, yacía sobre un mugriento colchón. Era un horrible espectáculo de piel y huesos, incapáz de sentarse, darse vuelta o siquiera expectorar después de cada acceso de tos, debido a la extrema debilidad. Una anciana india -su madre- permanecía a su lado limpiando las secreciones que se desprendían de sus pulmones al toser. Se tambaleaba al borde del Valle de la Muerte, y era la imagen misma de la desolación.

Formando un semicírculo a su alrededor se habían apiñado muchos indios más: tobas, mocovíes, matacos, que habían viajado largas distancias atravesando el solitario, seco y tórrido desierto chaqueño hacia Pampa del Indio, para asistir a las conferencias de las vacaciones de mayo de l956.

Cuando el misionero, Clifford Long, abrió su Biblia para leer el pasaje de Isaías 53, encontró escasa reacción en los indios. De modo que volvió a leer otra vez el mismo pasaje: «Ciertamente llevó Él nuestros dolores, y por sus heridas fuimos nosotros sanados». Esta vez, el amén resonó un poco más fuerte. La repetición de las mismas Escrituras parecía desatar una respuesta cada vez más animosa: «Amen. Aleluya. Gloria a Dios».

«¡Qué extraño!», pensó el misionero, «esta reacción en indios que siempre han sido tan callados, estoicos y parcos». Así que decidió continuar con la lectura. «Ciertamente llevó Él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores...» La respuesta de los indios era cada vez más clamorosa. Al leer la Escritura por séptima vez, fue interrumpido por los nativos, que al unísono, comenzaron a gritar y exclamar: «¡Dios sanó mi hernia! ¡Mi reumatismo se ha ido! ¡Mi gota desapareció! ¡Ay Dios, puedo ver!» Un joven exclamaba: «¡Ya no estoy sordo!» Una mujer, contemplándose azorada los brazos y las manos, prorrumpió en gritos diciendo: «¡Mi eczema se fue!»

Con la fuerza de un cohete que al llegar a su punto de ignición sale despedido de la plataforma, el joven tuberculoso que yacía indefenso en el mugriento colchón, se puso súbitamente de pie y, dando vueltas, gritaba a voz en cuello: «¡Estoy sano! ¡Estoy sano!» Dios había soplado su hálito de vida sobre el cuerpo del joven moribundo. El joven que había estado tambaleándose sin esperanzas al borde mismo del Valle de la Muerte, había revivido por el poder de resurrección de Jesucristo.

Como un viento recio, el Espíritu del Señor había soplado sobre los ignorantes, supersticiosos y analfabetos indios del desierto chaqueño, durante la simple lectura de las Escrituras. El Señor había enviado palabra de sanidad a esa gente.

¡Qué regocijo el de los indios cuando al examinarse descubrían la perfección de las sanidades! Ninguno parecía haber sido olvidado. De los sesenta y cuatro que habían llegado a la reunión en un destartalado camión, todos habían recibido sanidad sin excepción. El Sol de Justicia se había levantado trayendo en sus alas sanidad. La brillante luz de la gloria del Señor había descendido sobre aquellos morenos hijos de la tierra, habitantes de los lejanos y desolados parajes del vasto desierto chaqueño.

En ocasiones anteriores, el misionero Long y su esposa Lois, habían ministrado la Palabra de Dios a los indios con una escasa e irregular respuesta. Era una tarea ingrata, solitaria, de la que no cabía esperar ningún tipo de compensación. Entonces, de repente y sin advertencia previa, Dios visitó a los indios durante la conferencia de las vacaciones de mayo.

Lo que los Long desconocían, era que esta extraña y soberana visitación del Espíritu de Dios al Chaco, no era sino otro capítulo del gran avivamiento de Dios en Argentina, la respuesta a incontables meses de intercesión, y el cumplimiento de aquella promesa suya: «Yo visitaré a Chaco», que había sido hecha a los estudiantes intercesores de City Bell.

 

 

AÑOS DE SEQUÍA

 

No siempre había sido así. Los primeros siete años de servicio misionero en Chaco habían sido, para los Long, años de sequía, dificultades, frustraciones y necesidades. Habían encontrado que la gente en Argentina era sumamente hostil al Evangelio, que el idioma era difícil de dominar, que las finanzas eran insuficientes, y a dondequiera que se volvían, habían hallado imposibilidades. Lo peor de todo era que su meta misionera -ganar almas para Cristo y ser pioneros de la iglesia evangélica- parecía imposible de lograr. A pesar de la exhaustiva distribución de folletos evangelísticos, testimonio personal, oraciones y cultos de adoración, pocos habían escuchado el mensaje que anhelaban compartir, y muchos menos aún habían prestado atención y se habían vuelto al Señor, buscando salvación.

En medio de la desesperanza, continuaron orando y, en obediencia a una palabra de Dios, compraron un terreno baldío sobre la calle French, en la escasamente poblada Villa San Martín -barrio conocido por su mala fama. Después de seis meses de desbrozar laboriosamente el terreno de numerosos cactus con afiladas púas ponzoñosas y tenaces raíces, los Long construyeron una capilla con paredes de adobe, techo de paja y piso de ladrillo. Las puertas y ventanas fueron hechas con la madera de viejas cajas de máquinas de coser «Singer». Los vecinos, echando miradas de curiosidad al nuevo edificio, no demostraban mayor interés en asistir a la iglesia. Los miembros de la familia Long eran, por lo general, la única asistencia con que contaban los cultos. Muy de vez en cuando, algunos argentinos -en su mayoría mujeres- entraban al azar para no volver nunca más, dándole al populacho la oportunidad de mofarse y decir risueñamente: «El evangelio es una religión de mujeres. Tan sólo de mujeres».

Encontrando que el trabajo entre los moradores del Chaco era completamente improductivo, se volvieron a las tribus indígenas de las reservas, donde la respuesta era algo mejor. Aunque aquí y allá algunos pocos eran salvados, sanados y llenados con el Espíritu Santo, la iglesia indígena avanzaba dificultosamente a paso de tortuga.

Cuando los indios comenzaron a responder al mensaje del evangelio, los chaqueños inventaron otra expresión para ridiculizar: «El evangelio es la religión de los indios y de las mujeres».

Al observar los católicos que la iglesia evangélica indígena crecía lentamente, publicaron un decreto por el cual se prohibía a cualquier grupo, salvo al suyo, ministrar entre los indios. Todo hacía pensar que la única puerta abierta al ministerio, se cerraría muy pronto.

 

 

OTRO INTENTO

 

Llegando a la conclusión de que una capilla más elegante atraería a los chaqueños, los Long construyeron otra de ladrillo, piedra y cemento. Las facturas impagadas no se hicieron esperar, en tanto que los argentinos se mantenían distantes. Descorazonados con los constantes reveses, imposibilidades y obligaciones financieras crecientes, los Long comenzaron a preguntarse apenados si sus ayunos, oraciones y esfuerzos delante del Señor no habían sido en vano después de todo. Aunque habían tenido cierta entrada entre los indios, les había sido imposible ganar un centímetro de terreno entre los argentinos. Con gusto, muchas veces, se hubieran alejado de su Chaco-Sahara, de no ser porque el Señor los tenía fuertemente asidos en ese deambular de un desierto espiritual a otro.

Un día, mientras esperaba en la presencia del Señor, Clifford Long se acordó de una visión que había tenido algunos años antes, al ser llenado por el Espíritu Santo. Mientras adoraba y alababa al Señor en lenguas desconocidas, había visto un hermoso valle alfombrado de exuberante césped verde y miles de manos blancas que se levantaban hacia el cielo. En otra escena, vio un grupo de nativos de piel oscura en taparrabos que lo rodeaban y escuchaban sus enseñanzas. El renovado recuerdo de la visión de manos blancas extendidas y de los nativos de piel oscura, lo animó a seguir en oración.

A su debido tiempo, se había encontrado rodeado de oscuros nativos que escuchaban con atención sus enseñanzas. Pero, ¿dónde estaban las manos blancas extendidas del valle fértil? Y...¿dónde estaba ese valle?

 

 

PIELES OSCURAS

 

Después de la gloriosa victoria en Pampa del Indio, el misionero viajó a otras villas de la reserva indígena para ministrar nuevamente Isaías 53. Al escuchar la lectura y explicación de la Palabra, cuarenta y dos indios fueron sanados tal como en Pampa del Indio. Otros cultos siguieron en diferentes congregaciones indias. Al difundirse la noticia de las sanidades, muchos indios inconversos comenzaron a venir hasta llegar a ser una congregación de quinientos a seiscientos. Señales y sanidades seguían a la simple lectura de la Palabra.

En Campo Winters, mientras el misionero se apresuraba para retirarse después de la reunión, llegó un hombre corriendo. «Pastor Long», le dijo, «mis chicos están en casa muriéndose; creo que si Ud. viene y ora por ellos, vivirán».

Obedeciendo la Palabra de Dios que llegó a su corazón, el misionero le replicó: «Ve, tus hijos viven». Y cuando el padre arribó a su hogar, después de varios días de viaje, encontró a sus dos niños jugando alegremente en el patio, completamente sanos por el poder de Dios.

En otro momento, apareció un indio grande y rudo diciéndole que no podía permanecer en ningún empleo, porque cada vez que trataba de trabajar comenzaba a temblar violentamente. Como en una escena de televisión, el misionero pudo ver -en un instante- dos bueyes uncidos al mismo yugo que movían sus cabezas con fiereza, y escuchó las palabras «tirado por bueyes indómitos». Entonces, le preguntó al hombre si había tenido algún accidente con esos animales unos quince años atrás. El hombre se quedó mirándolo fijamente sin comprender. De repente, su rostro se iluminó al recordar el incidente. Cuando el misionero le impuso las manos en la espalda para orar por él, el Señor lo sanó instantáneamente, permitiéndole volver a trabajar sin ninguna dificultad.

Desde mayo hasta agosto, los Long estuvieron atendiendo a los indios casi exclusivamente. Cuando el populacho se enteró de que el Señor estaba salvando y sanando a los indios, vociferaron aún más: «¡El evangelio es la religión de los indios! ¡El evangelio es la religión de los indios!» Los chaqueños blancos no demostraban el menor interés en el glorioso mensaje de Vida.

 

 

LAS MANOS BLANCAS DEL VALLE FÉRTIL

 

Concluyendo que todos sus esfuerzos por ganar almas, testificar y distribuir folletos evangélicos habían sido en vano, el misionero se dedicó a buscar al Señor con más diligencia. Un día, mientras se hallaba orando, el Espíritu Santo le señaló la palabra dada a Noé, en Génesis 6: «Dos de cada especie vendrán a ti para permanecer vivos». Noé no había salido a buscar animales por toda la tierra para llenar el arca. Dios mismo los había obligado a entrar. El Señor le prometió que así sucedería en su ministerio. «No tendrás que salir a traerlos; Yo los traeré a ti». Por su parte, el continuó buscando al Señor en oración y ayuno.

Un buen día, sucedió que, tan rápidamente como las aguas de la inundación habían venido en los días de Noé, el inundar de la divina visitación llegó espontáneamente a los moradores blancos del verde valle.

«¿Viven aquí los evangélicos que oran por los enfermos?», preguntaron dos mujeres en la puerta de la casa pastoral en una fría y lluviosa noche invernal de agosto. Después de presentarse, la más joven de las dos, dijo al pastor misionero: «Los huesos de mi pierna se desacomodaron después de un accidente de bicicleta hace ya unos meses y desde entonces he tenido dolores. ¿Podría orar para que el Señor me quite el dolor?»

Después de leerle cuidadosamente la Escritura: «Ciertamente Él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores...», y de explicarle la doctrina bíblica de la sanidad, el pastor oró por ella. Esa noche, al retirarse, el dolor había desaparecido completamente. Dios había sanado al primer argentino no-indio en el Chaco.

Una semana más tarde, la misma joven regresó, diciendo: «Pastor, el dolor se ha ido, pero desde el accidente mi pierna es más corta que la otra. Cojeo tanto que no puedo usar tacones altos por temor a caerme de cabeza en la calle. ¿Podría orar otra vez por mí?»

El misionero lo hizo, prometiéndole: «Al calzarse los tacones altos, su pierna se alargará y caminará sin cojear». La joven se retiró creyendo que sería como el pastor había dicho.

Pocos días después, apareció nuevamente caminando calle abajo con el rostro radiante, haciendo resonar sus tacones contra el pavimento. «¡Dios me sanó!», gritaba con jubilo. Su copa estaba rebosando de gozo y compartía su testimonio con cuantos quisieran escucharla, prometiéndoles: «Si llegan a la iglesia de Villa San Martín, el pastor orará por Uds. y se sanarán».

Al principio vinieron de uno en uno y en pequeños grupos. «¿Me puede sanar?», preguntaban al pastor. La gente acostumbrada por años a la práctica de curanderos, brujos y «manosantas» espiritistas de todo tipo, terminó por pensar que el Sanador de Villa San Martín era uno de ellos. Para todos, la respuesta del misionero era la misma: «Yo no soy un sanador; no puedo sanar a nadie. La sanidad viene solamente de Dios. Yo sólo puedo orar

por los enfermos y enseñarles las promesas bíblicas referentes a la sanidad. Es Dios quien sana».

Cuidadosamente Long les explicaba las Escrituras, enseñándoles que la provisión de Dios para ellos era la salvación para el alma y la sanidad para el cuerpo. Al escuchar la Palabra de Dios, la gente la aceptaba con sencilla fe. Reconociéndose pecadores y creyentes en Cristo como su Salvador, recibían con fe sencilla su sanidad. Después de recibirla, salían a compartir la maravillosa nueva con otros. «En Villa San Martín, hay Uno que puede sanarte. Ve y pide que oren por ti».

Y creyendo en el testimonio de la gente, los de la ciudad comenzaron a venir. Más y más seguían viniendo, hasta que pronto cada habitación de la casa pastoral y de la iglesia que estaba al lado, se llenó de personas que aguardaban su turno para escuchar la Palabra de Dios y que se orase por ellos. Como venían a todas horas del día y de la noche, se hizo casi imposible encontrar tiempo para comer y dormir. Los misioneros ya no sabían cómo atender a todos los que venían. En poco tiempo se hizo imposible atenderlos uno por uno; eran demasiados. Los misioneros solucionaron el problema, anunciando que habría dos sesiones de enseñanza: una por la mañana a las 10hs., otra por la tarde a las 16hs. y un culto general a la noche todos los días, con excepción del lunes -día de descanso para el pastor. El nuevo programa de tres reuniones al día fue un alivio para los misioneros, que ahora acostumbraban a atender gente durante todo el día hasta bien entrada la noche.

Con todo, la gente seguía viniendo como una marea incesante. Villa San Martín era para ellos una puerta de esperanza. El Padre Celestial los estaba atrayendo a su casa, y venían de a cientos. Su gran necesidad y la esperanza de recibir ayuda, franqueaban toda barrera de prejuicio religioso e ignorancia.

El último tren nocturno traía gente que descendía y se dirigía directamente a la casa pastoral. Cada mañana aparecía gente antes del alba. Al despertarse una mañana con un ruido de forcejeo en la calle, los Long fueron a ver qué ocurría, encontraron que trescientas personas estaban esperando por oración antes del desayuno. No era necesario recorrer las calles principales para obligarlos a entrar, porque una fuerza invisible los atraía y venían por voluntad propia a inquirir por el camino de salvación y sanidad. Dios los estaba atrayendo tal como había prometido. No había necesidad de campaña evangelística, pues venía tanta gente para asistir a las reuniones que ya no cabían en la antes desierta capilla de ladrillo. Se hizo necesario traer bancos, sillas, plataforma y parlantes. No era extraño que cinco o seis mil personas asistieran a las largas reuniones que duraban desde la tarde hasta bien pasada la medianoche. Algunos venían temprano y se traían el almuerzo, esperando pacientemente el comienzo de los cultos. Llegaron a ser diez los autobuses que esperaban para llevar gente de vuelta a sus hogares. Los fines de semana, no era raro ver llegar a éstos procedentes de ciudades distantes. Los testimonios duraban una o dos horas, y cada persona daba su nombre y dirección para que otros pudieran ir y verificar su sanidad.

Muchos eran sanados mientras estaban en la congregación sentados, escuchando la Palabra. Otros, eran sanados al venir camino a la iglesia y otros, estando afuera como observadores, se sanaban. Cuando eran tantos que se hacía imposible la oración individual, el pastor pedía que los que sufrían de una determinada afección se pusieran de pie, y así oraba por el grupo de los ciegos, los sordos, los cancerosos, etc. Comenzaron a darles números para las filas de oración, y hubo quienes tuvieron que esperar tres meses para que se orase por ellos. Mientras tanto, continuaban viniendo a todos los cultos para aprender más y más de la Palabra de Dios, de sus caminos y mandamientos.

Para llegar, usaban todos los medios disponibles: autos, camiones, autobuses, carros y bicicletas; algunos hasta se acercaban en carretillas. A veces, para asistir a los cultos, caminaban docenas de cuadras por caminos polvorientos y lodosos, bajo el clima tropical caluroso y húmedo de Resistencia. Una mujer tuvo que viajar a caballo, luego en carro tirado por bueyes, pasar a un autobús destartalado y, finalmente, terminar el recorrido en tren, antes de poder llegar a Resistencia para pedir oración. En el termino de ocho meses, mas de cuatro mil personas habían recibido al Señor como su Salvador. Sus nombres y direcciones llenaban varios libros.

Muchas veces, cuando alguno venía a pedir al misionero que lo acompañara a algún pueblo distante para orar por un ser querido, él, por la Palabra del Señor, le decía: «Vuelve por tu camino, tu hijo...tu hija...tu madre...tu padre vive». Fueron muchos los que se sanaron de esta manera. Los que creían, volvían a sus hogares encontrando que sus seres queridos ya se habían recuperado. Cuando alguno de los que vivía en un pueblo recibía sanidad, la noticia viajaba rápidamente y pronto otros del mismo lugar iban a Resistencia por oración. Por el testimonio de la joven de la pierna quebrada, una familia entera que sumaba alrededor de noventa personas, se entregó al Señor. Uno de ellos, más tarde, llegó a ser pastor.

Los cultos se celebraban en catorce pueblos y puntos de predicación diferentes. A menudo, la asistencia que concurría a los cultos era más grande que la población del lugar. Más iglesias se abrieron y el número de nuevos convertidos superaba al número de miembros de las iglesias ya existentes.

Periódicamente, las publicaciones católicas imprimían advertencias que decían: «¿Las sanidades son verdaderas o son obra de brujería?» Las advertencias, en vez de amedrentar y alejar a la gente, servían como buena propaganda; después de las denuncias, más gente nueva venía a San Martín.

Al comienzo, los médicos se opusieron fuertemente, pero más tarde comenzaron a recomendar a todos los pacientes incurables que se llegaran a Villa San Martín. Uno de ellos, dijo riéndose: «Esa es la sucursal que tengo allí».

La oposición tuvo éxito en hacer encarcelar al pastor Long, bajo los cargos de «práctica ilegal de la medicina, práctica de la brujería y pedido de remuneraciones por las sanidades». Las autoridades citaron a muchos testigos para interrogarlos, pero encontrando que las acusaciones no eran ciertas, dejaron al pastor en libertad después de varios días de encarcelamiento. Al salir de la cárcel, un grupo de trescientas personas estaban planeando emprender una marcha hasta la casa de gobierno para demandar su libertad.

 

 

OÍR Y ENTENDER

 

Sintiendo que era de vital importancia que la gente no sólo oyera sino que entendiera la Palabra de Dios, el pastor insistía en que escucharan ciudadosamente las instrucciones de la Escritura, sabiendo que «la fe viene por el oír, y el oír por la Palabra de Dios».

Cuando la luz de Dios penetraba en sus almas entenebrecidas, comprendían y recibían la ayuda que viene de la fe puesta en el Dios Viviente y su Palabra eterna.

En una clase de enseñanza, el pastor notó que la atención de cierta mujer siempre se desviaba. Tres veces la amonestó para que pusiera atención en lo que oía. Finalmente, cuando oró y todos recibieron sanidad, salvo ella, la desatenta mujer se quejó: «Pastor, ¿por qué no fui sanada yo también?» Él le recordó que no había prestado ninguna atención a las instrucciones de la Biblia. ¿Cómo podía ella sanarse si no había oído ni entendido la Palabra de Dios? A cualquiera que llegaba apurado, le decía que volviera más tarde, cuando tuviera el tiempo suficiente para escuchar.

En otro culto, una mujer que hablaba guaraní, que venía de otra provincia, no había podido entender las instrucciones que se le dieron en castellano para recibir sanidad. Cuando más tarde expresó su pesar por no haber recibido sanidad, alguien le repitió las instrucciones en lengua guaraní e inmediatamente entendió. Cuando el pastor le pidió que señalara dónde estaba ubicada la hernia que le molestaba, ella dijo: «¡No puedo; ya no está!»

Un día, apenas había alcanzado a sonar el timbre de la casa pastoral, cuando una mujer, presa del más intenso dolor, entró gritando: «Oh, pastor, ore por mí por favor; ya no aguanto más este dolor». Al ponerle las manos en la cabeza para orar, Dios sanó inmediatamente la hernia y el dolor ceso.

La noche que el Señor sanó los pies: juanetes, callosidades y otras deformidades, la gente dejó un variado surtido de zapatos viejos, descartados porque ya no calzaban bien. Otros a quienes Dios sanó, dejaron en la iglesia bastones, muletas, anteojos y aparatos de ortopedia, en señal de testimonio.

Una mujer que adoraba imágenes e ídolos, después de venir a Cristo los arrojó a todos en un profundo pozo. Cuando alguien la reprendió, repuso: «Si yo estuviera en el pozo, podría salir por mis propios medios. Pero estos ídolos, cómo van a poder ayudarme a contestar mis oraciones si no pueden salir del pozo donde los arroje».

Una atractiva madre -esposa de un opulento hombre de negocios- había sufrido por más de veintiún años con dolores de cabeza extremadamente fuertes. Con la esperanza de encontrar ayuda en algún lado, había hecho un recorrido completo a todos los lugares donde hubiera alguien que pudiera socorrerla. Cada curandero le había prescripto su propio tratamiento -hierbas y objetos- y había requerido de ella las consabidas obediencias y siempre, por supuesto, con una paga que variaba según los medios del cliente.

Después de años de infructuosa búsqueda y de haber agotado todos los medios, no se encontraba más cerca de la solución para su problema que antes.

Por invitación de una amiga, se dirigió un día a Villa San Martín, mientras suspiraba para sus adentros: «Oh, otro curandero; yo pensaba que los había visitado a todos». Al entrar a la capilla, se sorprendió ante la ausencia de complicados altares y adornos que había visto en las capillas de otros curanderos. Cuando el pastor oró por ella, fue tocada por Dios instantáneamente, y sanada por Aquel que había venido para que los hombres tuvieran vida en abundancia; comenzando a transitar así el camino de la salud. Los dolores de cabeza y los vómitos jamás volvieron.

Cuando los argentinos descubrieron que Jesús podía sanar sus cuerpos enfermos, su fe creció para creer que del mismo modo podía remediar otras situaciones. «¿Piensa que Dios me puede ayudar en este problema o en esta situación?», preguntaban, para luego presentar su variada gama de necesidades.

Pilas de crónicas podrían escribirse con los cientos de testimonios individuales de moribundos que volvieron a la vida; desahuciados que fueron sanados; desesperanzados que encontraron en Jesús una nueva esperanza; desesperados que hallaron consuelo; suicidas en potencia que volvieron a tener fe en la vida; hogares destruidos que recuperaron la unidad; y de maldiciones y brujerías que fueron quebradas. El tiempo resultaría corto para hacerlo.

Lo que Clifford y Lois Long llegaron a ver de la torturada y enmarañada humanidad sin esperanzas, vivirá en sus memorias hasta que llegue el día en que «las lágrimas sean enjugadas de todos los rostros». Con todo, las escenas más vívidamente grabadas en sus corazones son aquellas en que les fue dado presenciar la tierna y omnipotente intervención de Dios en vidas y situaciones que los hombres daban como absolutamente perdidos.

El rostro iluminado del ciego que, acercándose para tocar la cara del misionero, decía casi con adoración: «¡Puedo ver!»

El asombro total de la joven que hacía ocho años se había sometido a una histerotomía y ahora comprobaba que el Todopoderoso había creado órganos nuevos en su cuerpo y que otra vez era normal.

La gloria triunfal de esa noche en que el padre, recién convertido, saca el aparato ortopédico de la pierna de su hijo, antes inutilizada por la poliomielitis, ahora lo hacía caminar por el pasillo de la iglesia delante de toda la congregación.

El rostro impactado de la madre al contemplar a su pequeña de tres años -que nunca antes había caminado- dar los primeros pasos sobre la plataforma, tomada de la mano del pastor.

La enorme satisfacción de ver a la misma niña -ahora un testimonio viviente del poder de Dios para sanar- caminando jubilosamente por las calles de esa ciudad que por meses había prohibido inflexiblemente la entrada a cualquier obrero evangélico.

El gozo radiante de aquel hombre de edad, ciego, contrahecho por el reumatismo, que había recibido sanidad tan sólo por estar sentado en los cultos, aunque ninguna vez había pedido oración individual.

Aquel hombre persistente que continuaba reclamando sanidad para su ceguera, aunque aparentemente no hubiera cambios. Y el día en que, desde su total oscuridad, comenzó a percibir el color azul, luego el amarillo, después el rojo -hasta que algunos días más tarde recuperó totalmente la visión.

El caso de la joven hija con hemorragias mortales, que sólo se mantenía viva con constantes transfusiones de sangre, y el día en que el color volvió a sus mejillas y a sus uñas al detenerse el flujo de sangre. También, cómo toda su familia se entregó al Señor.

La atormentada drogadicta que ni siquiera soportaba la luz del día y, que, llena de temor, clamó al pastor: «¡Ni siquiera puedo estar de pie ante la luz que Ud.irradia! Luego el resistir, la agonía y los serios dolores que habían sobrevenido al abandonar la droga hasta la completa victoria.

O aquel borracho, padre de once hijos, que no sabía lo que era estar sobrio, trayendo dinero, comida o ropas a su casa. Y el gozoso testimonio que siguió a la intervención divina: «Ahora soy un padre en verdad; mi familia tiene que comer y mis hijos están vestidos decentemente».

En el caso del esposo celoso que había golpeado repetidamente a su mujer, arrojándola en las sucias zanjas a la orilla del camino cada vez que salía sola. La gloria de la mutua salvación, de la reconciliación y el nuevo comienzo.

El niño de once años que era un absoluto desastre y vivía gimoteando desde su nacimiento. Su pequeño cuerpo, la cabeza desproporcionada que se le caía hacia la espalda, las piernas contraídas hacia atrás y las manos siempre cruzadas sobre el pecho. Y el triunfo cuando Dios hizo cesar su gimoteo y volvió su cuerpo y cabeza a la normalidad.

La mujer cancerosa a la que ningún sedante podía calmar, y que entre alaridos repetía junto con el pastor: «Ciertamente Él llevó...mis dolores. Ciertamente...Él llevó mis...enfermedades. Y por sus llagas...soy curada». Y el alivio cuando en menos de tres minutos los gemidos cesaron y la mujer cayó dormida».

 

 

FUE EL SEÑOR

 

¡Fue el Señor! Fue Aquel que miró desde las alturas de su santuario. «Miró desde los cielos a la tierra, para oír el gemido de los presos, para soltar a los sentenciados a muerte» (Salmo 102:19-20). Fue Él: el Señor.

La cruz triunfal de Jesucristo levantada sobre Chaco, había sido como un tremendo vértice que había absorbido en sí todo lamento y miseria humana.

Y el Espíritu del Señor se movía sobre los argentinos; miles de manos se elevaban rogando y adorando desde el lujuriante y verde valle. Indios de oscura piel -no un puñado sino cientos- creían y eran sanados al escuchar la enseñanza de las Escrituras.

 

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