LA LLAMA ARDIENTE

CAPITULO 2

 

LA MURALLA DE IMPOSIBILIDAD

 

«¡Nunca tendrán en Lobería una campaña evangelística exitosa. Después de muchos años de lucha y sacrificio tenemos menos de una docena de miembros en nuestra capilla! Y más aún...es sencillamente imposible que la gente se convierta aquí», exclamaron las misioneras, entradas en años. «La ciudad de Lobería -centro espiritista de toda esta área- es dura, impenetrable y no receptiva al evangelio. Ningún evangélico ha prosperado jamás aquí, y ¡Uds. tampoco lo harán!» Años de sacrificio para establecer una incipiente iglesia evangélica, habían convencido a las dos misioneras que la ciudad de Lobería era difícil aun para Dios. Descorazonadas y derrotadas, estaban tan sólo aguardando hasta que el Padre Celestial las llevara a su hogar.

En obediencia a la guía divina, un misionero evangélico y yo habíamos ido a Lobería a mediados de febrero de 1955, esperando tener reuniones de evangelización en el pequeño

patio descubierto de la casa de un creyente. Con esto en mente, nos habíamos dirigido a visitar a las misioneras buscando su cooperación.

Mientras continuaban hablando, una palabra comenzó a resonar en mi interior: «¿Imposible? ¿Imposible en Lobería? ¿Imposible para Dios? ¿Había algo demasiado difícil para Él?» Sus incrédulas palabras de desánimo, derrota y negativismo, encendieron un fuego santo dentro de mí. Me parecía que podía escuchar a un antagonista desafiar vocinglera y descaradamente al Dios vivo, tal como Goliat había desafiado a las huestes de Israel. ¿Había algo imposible para Dios?

Repentinamente, el plan de Dios se hizo claro. El lúgubre derrotismo de las misioneras había cristalizado una resolución en mi mente: «Alquilaremos el edificio más espacioso de la ciudad para tener una campaña exitosa en Lobería».

Al expresar la decisión en voz alta, se desató otro torrente de incredulidad. «¿Está pensando alquilar un local grande para una campaña de evangelización? ¿Imposible? El teatro Español es el único edificio grande de la ciudad y su costo es excesivo. De todas maneras, no podrían alquilarlo porque está siempre ocupado». Pero cuanto más hablaban, más fuerte se tornaba mi determinación. «Necesitarán permiso policial que nunca les darán, y aun cuando anuncien las reuniones de evangelización, nadie asistirá. Así que es inútil siquiera intentarlo». Y con esa conclusión, cesó el pesimismo.

Con la ardiente determinación de echar por tierra la «Muralla de Imposibilidad» y con la certeza de que Dios nos había enviado a Lobería, mi compañero y yo dejamos la misión para ir directamente hacia el gran teatro «imposible de alquilar».

 

 

LA PRIMERA PIEDRA

 

Cuando le dijimos al administrador del teatro que deseábamos alquilarlo, nos respondió cortantemente: «No. No lo alquilamos». Escudriñándonos cuidadosamente mientras fumaba un gran cigarro, añadió: «¿Cuándo lo quieren?» Le dijimos las fechas que Dios nos había dado y él comentó: «Oh, para entonces estará libre, porque vamos a estar reparando nuestras máquinas».

Tal como nos lo habían dicho las misioneras, el alquiler era una cantidad exorbitante, lejos del alcance de nuestras posibilidades.

Finalmente, el administrador se avino a hacernos la pregunta más crucial: «¿Y para qué lo quieren alquilar?»

Llegó el turno de ponernos ansiosos. Seguramente, cuando supiera para qué lo queríamos, estaría aún menos dispuesto a alquilárnoslo. Con todo, le explicamos lo más cuidadosa y detalladamente que pudimos, lo que era una campaña de sanidad y su propósito. «¿Una campaña de sanidad?», respondió seriamente: «Yo tenía una afección respiratoria incurable. Los médicos no me dieron esperanzas de recuperación. Una tarde, mientras volvía de comprar medicamentos de la farmacia, me apoyé contra una pared en la vereda, porque el dolor era tan grande que no podía proseguir. Un artículo que había leído unos meses atrás en Selecciones me cruzó por la mente como un rayo -la historia de cómo Dios había hecho algo sobrenatural por alguien. Me vino el pensamiento: si Dios hizo algo por él, ¿por qué no puede hacerlo por mí también? Clamé a Él por ayuda y Él me oyó. Me erguí sintiéndome completamente bien y desde entonces el problema nunca más volvió. Por supuesto que pueden tener el teatro para una campaña de sanidad», concluyó de manera casual. «Pueden tenerlo toda la semana por el precio de una noche».

Nos retiramos del teatro jubilosamente, meditando sobre el misterio de un Dios que muchos meses antes había removido ya la primer piedra de obstáculo en el camino para una campaña evangelística de sanidad, curando a un profano e impío hombre del mundo.

 

 

LA FORTALEZA INFRANQUEABLE

 

La imponente y pétrea fortaleza que circundaba a la invulnerable Lobería, era demasiado alta para ser escalada, demasiado profunda para ser socavada e imposible de rodear. ¡Tendría que desmoronarse! Legiones de fuerzas demoníacas guardaban la muralla, ayudadas por sus iglesias espiritistas. La fortaleza de Lobería nos recordaba los milenarios muros de piedra incas que habíamos visto en Cuzco, antigua capital del Perú. Las macizas piedras, pacientemente cinceladas y diseñadas ingeniosamente para encajar entre sí en lugares específicos del muro sin necesidad de adhesivos o mezcla, formaban una muralla tan sólida, que aun los más violentos terremotos no pudieron destruirla. Con tenaz invencibilidad, la fortaleza granítica de Lobería ofrecía resistencia.

Parecía imposible encontrar alojamiento. Un carnaval pagano con sus bailes nocturnos, grotescos desfiles y espíritu de jocosa algarabía, se programaba para la misma semana de nuestra campaña. Los misioneros locales que habían prometido ministrar con nosotros, se excusaron en el último momento, dejándonos solos. El enemigo, «como león rugiente», muy sutilmente, atacó a uno de nuestros niños. Los loberenses tampoco demostraban ningún tipo de interés. Los dardos encendidos de la duda nos asaltaban. ¿Habíamos sido tontos al aceptar solos semejante desafío? ¿Nos había guiado Dios a Lobería en ese tiempo? ¿Había sido sabio de nuestra parte alquilar semejante edificio sin tener la promesa de que tendríamos asistencia?

 

PERMISO POLICIAL NEGADO

 

Finalmente, cuando me di cuenta que la policía había rehusado rotundamente concedernos el permiso necesario para tener los cultos, dije: «¿Qué haría Ud. si yo sigo adelante y comienzo las reuniones sin su permiso?» El policía replicó: «Iré con mi arma y lo arrestaré». Mi respuesta a esto fue: «Bueno, venga y arrésteme, puesto que daré comienzo, esta noche a las 20hs, la reunión en el teatro».

 

LA PRIMERA NOCHE

 

Sobre la enorme plataforma del teatro, tan grande como para dar cabida a un coro de doscientas voces, nos encontrábamos tan solo mi esposa Eleanor y yo. Parecía como si todas las legiones del infierno se estuvieran burlando y riendo de nosotros, con sus roncas voces resonando por el auditorio casi vacío.

La primera noche acudieron sólo tres de las veinte mil personas que conformaban la población de Lobería. Eran los únicos con suficiente curiosidad como para aventurarse al interior del teatro y ver lo que estaba pasando. Casi se veían ridículos dentro del enorme auditorio. La segunda noche no fue mucho mejor, sólo vinieron ocho. La tercera noche mostró sólo un ligero aumento de asistencia. Era demasiado obvio que nada había sucedido.

Para el cuarto día, nos hallábamos desesperados, así que corriendo a Él, en el lugar secreto, dijimos: «Señor, Tú prometiste y Tú nos enviaste aquí. Aún nos señalaste cuándo venir». Rogando por su intervención y recordándole su fidelidad en el cumplimiento de sus promesas, nos pusimos de pie sintiendo que, de alguna manera, Él nos había escuchado. Con renovada fe retornamos al culto la cuarta noche. Esa noche vinieron sesenta y cuatro personas.

 

PIEDRAS REMOVIDAS

 

Las piedras de la Muralla de Imposibilidad, resistiendo porfiadamente, comenzaron a ceder ante nuestro empuje con la oración «inoportuna» de fe.

Habíamos logrado encontrar el alojamiento tan difícil de hallar; el Espíritu del Señor había levantado bandera y había librado a nuestro indefenso niño de la «boca del león», y el policía que había amenazado arrestarme, jamás apareció. Pero un gigantesco peñasco aún permanecía: ¿sería posible hacer conversos para Jesús en la fortaleza espiritista durante la diabólica fiesta de carnaval?

 

LA RESPUESTA DE DIOS

 

Sin nuestro conocimiento, el Señor ya había comenzado a obrar la primera noche, cuando uno de los tres que había asistido al culto llevó un pañuelo ungido al hospital. Se trataba de una enfermera de guardia que estaba atendiendo a un moribundo. Como no había podido comer nada durante dos meses, lo mantenían vivo con suero intravenoso. Se había visto incapacitado para tragar agua durante ocho días. La enfermera puso el pañuelo ungido sobre su pecho. Algunas horas más tarde, el hombre pidió un vaso de agua y lo bebió todo. La mañana siguiente, al toser, echó dos grandes quistes que habían estado obstruyendo su garganta y pudo comer nuevamente. El Señor también estuvo obrando sin que nosotros lo supiésemos, durante la segunda noche, cuando un trozo de tela por el cual había orado, fue llevado por uno de los presentes a un paralítico que se hallaba confinado en una silla de ruedas. La noticia de su sanidad comenzó a difundirse por la ciudad.

Un joven musulmán pasó una noche al frente del auditorio y dijo: «No creo en Jesucristo. Creo en Mahoma». Después de hablar con él durante unos minutos, lo desafié: «¿Dices que crees en el poder de Mahoma? Bien, entonces pasa y ora por los enfermos en el nombre de Mahoma, y yo oraré por ellos en el nombre de Jesucristo, entonces veremos quién de los profetas puede sanar».

El joven volvió la noche siguiente -no para orar por los enfermos en el nombre de su profeta- sino para pedir oración para sí mismo y para su familia en el nombre del Señor Jesucristo.

 

SU VENIDA

 

El Sol de Justicia había prometido levantarse, haciendo retroceder la muerte y las densas tinieblas de aquel pueblo; nada pudo detenerlo. Ninguna fortaleza espiritista -por sólida que fuere- es lo suficientemente fuerte como para impedir su venida. Triunfalmente, entró Él en la ciudad impenetrable e inconmovible, y a medida que su Santo Espíritu soplaba sobre ella, ésta se derrumbaba sin mayor resistencia.

De un loberense a otro fueron contándose como Dios estaba sanando en el teatro, y casi de un día para otro, el edificio se llenó. Con mucha gracia, Dios vendó a los de corazón quebrantado, proclamó libertad a los cautivos, abrió las prisiones de los encarcelados, liberó a los endemoniados y sanó a los enfermos.

El joven musulmán y su familia dieron testimonio de su sanidad. Una viuda fue sanada de un tumor. Una parienta del administrador del teatro vino a pedir oración porque no podía tener hijos. Dios la sanó y, a su debido tiempo, tuvo dos encantadores hijos. Otra persona que era tenida por demente por cuantos la conocían, fue curada. Otros fueron librados de profundas manías, temores y depresiones.

Un policía que había hecho el curso de enfermería de la Cruz Roja, vino al teatro con un absceso en sus pulmones que estaba carcomiéndole la carne y formando una cavidad visible desde el exterior. Al venir al teatro, ocupó la última fila por considerar que era un gran pecador, inmerecedor de pasar al frente por oración. Una noche, durante el culto, todos sus pecados desfilaron como un torrente delante de él, y allí mismo donde estaba, comenzó a clamar a Dios. Inmediatamente el absceso detuvo su avance. Posteriormente, fue a un médico para que le cerrara la herida mediante una operación y éste le dijo: «No es necesario, porque el absceso dejó de avanzar y no le dará más problemas. Vuelva a su casa y viva en paz todos los días que el Señor le conceda. Ya no necesita que hagamos algo por Ud». Con esto, el doctor envió al gozoso hombre por su camino.

Desconcertados, los emisarios del espiritismo que por tantos años habían ejercido dominio sobre Lobería, emprendieron fuga desordenadamente. Encontrando difícil invocar a sus espíritus, eventualmente se desbandaron y se retiraron. ¡Quedó sólo un pequeño grupo como muestra!

El último peñasco gigantesco había sido quitado de su lugar. La exitosa campaña probó que era posible hacer conversos para Jesús en la espiritista Lobería durante la infernal semana de carnaval. «Para los hombres es imposible; mas para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Él».

 

¿DIOS DERROTADO?

 

Una derrota decepcionante -tanto como triunfal había sido la victoria- vino pisándole los talones a la milagrosa toma de la fortaleza de Lobería. El joven misionero local que había prometido pastorear los nuevos convertidos después de la campaña, se desligó de la responsabilidad tan pronto como la había aceptado. No había nadie que lo reemplazara. Con la responsabilidad de atender la iglesia naciente de Necochea y ya empeñados en la construcción de un Instituto Bíblico en Mar del Plata, no nos fue posible continuar.

Forzados a abandonar Lobería, ágonicas preguntas comenzaron a atormentarnos: ¿Habíamos sido sabios en dar a luz corderos para luego dejarlos languidecer solos en las montañas? ¿Había sido, después de todo un triunfo tan titánico la campaña de Lobería? ¿Qué les sucedería a los nuevos corderitos en nuestra ausencia?

Los encomendamos a Él, de quien eran, y nos retiramos de allí con corazones cargados y muchas preguntas sin respuesta.

 

EL PASTOR ESCUCHA EL LLAMADO

 

Casi dos años más tarde, un joven polaco, Leo, pastor de la congregación de Necochea, comenzó a sentir una pesada carga por los dispersos corderos de Lobería. Ocupado ya, todo el día, con las pesadas responsabilidades de pastorear y construir el gran edificio de la iglesia de Necochea, sintió la urgencia de parte del Señor de viajar a Lobería, distante 50 kms de allí.

Al tomar contacto con aquellos que dos años atrás habían escuchado el evangelio en el teatro Español, encontró indiferencia, irritación y hasta pesimismo. Muchos testificaron que habían sido sanados, pero no parecía que estuviesen dispuestos a asistir más a los cultos evangélicos. ¿No habían sido sanados? ¿No era eso suficiente? Ya no sufrían más. ¿Qué otra cosa necesitaban? Ninguno parecía saber dónde el pastor Leo podía encontrar un salón para los cultos de evangelización y ninguno demostraba interés especial en ayudarlo. Durante tres meses, recorrió las calles de Lobería cada lunes y cada sábado, orando y visitando, pero no obtenía ninguna respuesta. Aparentemente, nada había logrado, ya que ninguna puerta se abría. ¿Había sido totalmente en vano la victoria ganada hacía dos años? ¿Se habían recuperado las fuerzas espiritistas, habían vuelto a ocupar la tierra? ¿La batalla de fe y oración tendría que volver a librarse enteramente otra vez? A veces, el desánimo casi lo persuadió a abandonar Lobería, pero sabía que la carga que sentía por la ciudad le había sido dada por el Señor y que no debía precipitarse a abandonarla. No obstante, ¿podía darse el lujo de perder tanto tiempo en un esfuerzo aparentemente improductivo, cuando había tanto para hacer en Necochea? La inexpugnable fortaleza de Lobería se erguía otras vez inconmovible. Un lunes por la mañana, caminando por las calles de arriba hacia abajo, mientras oraba y buscaba al Señor, vino fe a su corazón -una fe viva de que Dios iba a hacer algo. Comenzó a saltar y a alabar al Señor en voz alta en medio de la calle, sin importarle quién pudiera escuchar o lo que pudieran pensar. Ahora sabía, sin lugar a dudas, que Dios había escuchado sus oraciones y que las cadenas del diablo habían sido rotas. La victoria volvería a aquel lugar.

 

TAMANGUEYU

 

Al poco tiempo, un cierto día, una pareja que vivía en Tamangueyú -un pueblecito distante unos pocos kms. de la ciudad- le ofreció su modesta y pequeña casa para tener cultos los sábados. La esposa había sido sanada en la campaña de Necochea algunos años antes y, en gratitud por lo que Dios había hecho, ella y su esposo ofrecieron su casa. Una vez más se abría un resquicio en la impenetrable puerta de Lobería. Por distar de la ciudad, el pastor Leo no anticipaba mucho éxito en aquel lugar. El transporte era un problema, pues poca gente poseía vehículos y los taxis eran caros. Sin embargo, el pastor, no deseando ofender a la pareja, aceptó su oferta, planeando tener cultos nada más que durante dos o tres sábados, en tanto que buscaba un salón más grande y céntrico en la ciudad. Pero Dios tenía otros planes.

Un sábado del mes de enero de 1957, por la tarde, se celebró el primer culto evangelístico de sanidad en las afueras de Lobería. La congregación estaba compuesta por el granjero y su esposa, sus chicos y unos pocos vecinos entre los cuales se contaba una señora española que había padecido de sordera a causa de una eczema durante cuarenta años. Después de orar por la vecina española, el culto llegó a su fin.

El próximo sábado por la tarde, la congregación era un poco más grande -quince en total. Fue con gran dificultad que el pastor se ingenió para tener a la española quieta. Dios la había sanado por completo y, llena de júbilo y locuacidad, insistía en llevarse una gran parte del culto con su testimonio.

Un influyente hombre de negocios vino al culto para pedir oración por su incurable eczema. Tan grandes eran los dolores y la incomodidad que hasta había contemplado el suicidio como única vía de alivio para su mal. La eczema había llagado su piel reseca, y el líquido que las llagas supuraban le corría por los brazos y las piernas. Los médicos parecían incapaces de descubrir la causa. Después que Dios, en su gracia, lo sanara en respuesta a la oración de fe, fue por toda la ciudad gritando: «¡Cómo los engañé a esos evangélicos! Pensaron que iría detrás de su Dios una vez que me sanara; pero no tengo la menor intención de hacerlo. Quería ser sano nada más».

«¿Te sanaste?» le preguntaban. «¿Dónde?» A la gente, poco le importaba si el negociante volvía o no a la iglesia. Su único interés era descubrir, tan pronto como fuera posible, dónde habían tenido lugar las sanidades para poder ir y conseguir la suya propia.

El negativo testimonio del hombre de negocios llegó a ser una propaganda excelente. Muchos que vinieron como resultado de este testimonio, recibieron sanidad y se mantuvieron como fieles creyentes. Me inclino a pensar que Aquel que se sienta sobre los cielos se estaba riendo en su interior. Cada sábado por la tarde, la asistencia seguía aumentando hasta que el saloncito se llenó. Leo no tenía tiempo de buscar un lugar más grande, porque estaba demasiado ocupado en ministrar la Palabra y orar por los enfermos.

Bien pronto, eran casi unos cincuenta los que concurrían a los cultos y ya no cabían en la pequeña sala, por lo que se agolpaban en un patio exterior que tuvo que ser cubierto con un toldo de arpillera que proveía sombra y abrigo. Es interesante mencionar que, a pesar de que los cultos se hacían en una zona agrícola donde abundaban las lluvias, nunca llovió sobre aquellos que se reunían para escuchar la Palabra de Dios. Las lluvias caían antes o después, pero jamás llovió durante las horas de culto.

En breve tiempo, unas quinientas personas se agolpaban en las calles y en el campo, alrededor de la casita. La gente llegaba caminando, a caballo, en taxi, autos, sulkies, carrindangas, carretones y carros. Hasta llegó una familia en un aeroplano que aterrizó en los maizales cercanos.

Tandas de gente en ómnibus comenzaron a venir de otras ciudades por causa de las notables sanidades y milagros. Pronto, la multitud sumó mil quinientas personas, como lo atestiguaba el número de tarjetas por pedidos de oración. Aunque casi todos venían buscando sanidad, Dios deseaba traerlos a una salvación plena. El hombre hubiera escogido el limitado espacio de un salón cerrado en la ciudad, pero Dios eligió los ilimitados espacios al aire libre y a campo abierto.

 

EL MUCHACHO SANADO

 

El tercer sábado, después de la reunión, pidieron al pastor que fuera al hospital para orar por un muchacho que había sufrido una grave caída de un caballo y se hallaba inconsciente. Todos los esfuerzos médicos para reanimarlo habían resultado vanos, de modo que, después de un tratamiento de veintiún días, los doctores sugirieron trasladarlo urgentemente a Buenos Aires para ser sometido a una delicada intervención quirúrgica cerebral. Cuando los padres se enteraron que Dios estaba sanando en Tamangueyú, pidieron al pastor que viniera al hospital para orar.

«¿Cree realmente que Dios sanará a nuestro hijo?», preguntaron ansiosamente los padres. El pastor Leo respondió: «Seguro que lo creo». Entonces oro, y cuando retornó al sábado siguiente, encontró que el muchacho estaba consciente, pero continuaba aún paralizado y ciego. De modo que oró nuevamente. Hacia el fin de la semana siguiente comenzó a recobrar la visión y a percibir movimientos de gente en la habitación. Nuevamente se elevaron las oraciones a Dios, pidiendo su completa liberación. El próximo sábado, ya evidenciaba disgusto y desagrado por no poder hablar todavía. El doctor le dijo que la expresión de las emociones era una señal de que su mente estaba siendo restaurada. Aunque con el cuerpo todavía inmóvil, se autorizó al muchacho a volver a su casa. Al orar por él, el siguiente sábado, recobró el movimiento de sus manos para poder alimentarse solo. Más tarde se puso de pie y comenzó a dar unos pocos pasos, aprendiendo otra vez a caminar. Cada vez que el muchacho mostraba una mejoría, el doctor decía: «Sí, hasta aquí va bien, pero no continuará progresando». A pesar de sus conclusiones, Dios proseguía restaurando al joven.

«Lo único que le queda a Dios por hacer es devolverle el habla», comentaba su familia. Al volver a Lobería, la próxima semana, el pastor encontró que una hermana del joven, con una cara sonriente, lo estaba esperando en la estación de buses. Jubilosamente exclamó: «¡Mi hermano puede hablar!» Era cierto. En un período de seis semanas, Dios había sanado al muchacho completamente de coma, parálisis, sordera, conmoción cerebral y ceguera; fue una restauración perfecta. Su último logro fue la habilidad de volver a silbar.

Mucha gente que diariamente venía a visitarlo, preguntaba al padre acerca de la sanidad del hijo, y éste respondía: «No lo entiendo. Todo lo que sé es que mi hijo estaba enfermo y sin esperanzas y que los doctores no podían hacer nada para ayudarlo. Cada semana que el pastor venía y oraba, mi muchacho mejoraba. Ahora está completamente sano». Fue a causa del testimonio de este joven que muchos comenzaron a venir a la reunión semanal de Tamangueyú.

Un ganadero que tenía el brazo derecho seco y atrofiado desde hacía ocho años, pidió oración. A la semana siguiente, volvió completamente sano y testificó que con su brazo recien sanado, había estado cavando hoyos para la cerca, manejando su auto y enlazando ganado.

 

OPOSICIÓN

 

Durante uno de los cultos, un ardiente opositor efectuó una denuncia policial. La ley hizo su aparición interrumpiendo en el culto, con orden de arrestar al ministro y conducirlo al cuartel de policía para ser interrogado. Implacablemente, los oficiales echaron mano a los textos y enseñanzas bíblicas que pendían de la pared, tirándolos al suelo. A la pregunta del oficial: «¿Qué es lo que Ud. estaba haciendo?», el ministro declaró simplemente que predicaba el evangelio y oraba por lo enfermos, «tal como un sacerdote católico administraba escapularios a los enfermos y moribundos para que pudieran recuperarse».

Al preguntársele si alguno en la ciudad había resultado beneficiado con sus oraciones, respondió cortésmente: «Pregúnteles Ud». Con esto, fue dejado prontamente en libertad, pues toda la ciudad era consciente de los portentos que habían sido hechos como resultado de las reuniones. Para poner fin al asunto, la policía prometió no interrumpir nuevamente las reuniones de la iglesia, y se disculpó por haber destrozado los textos.

 

MÁS SANIDADES

 

Un sábado por la tarde, una mujer tullida que sólo podía caminar con la ayuda de muletas, fue sanada instantáneamente. Después del culto, orgullosamente, volvió caminando los kilómetros que la separaban de la ciudad con sus muletas al hombro, seguida por una multitud jubilosa que desfilaba en torno a ella.

Los ingenuos preguntaban: «¿Puedo venir a los cultos para escuchar la Palabra de Dios, aunque no necesite sanidad?» Ese era, justamente, el deseo del pastor y la intención del Señor.

Algunos que habían asistido a la primera campaña años atrás en el teatro, comentaban: «¡Qué lástima no haber continuado entonces! De haber sido así, ahora estaríamos más avanzados». Un gran número de espiritistas hizo abandono de sus iglesias, y a los católicos les resultó difícil juntar gente para tener misa los domingos. Hasta el cura párroco hizo discretos avances para visitar al pastor protestante y ver que era lo que le «daba tanto poder».

La campaña evangelística semanal de los sábados continuó en Tamangueyú por varios sábados. En mayo de 1958, la congregación compró un terreno cerca de la vía de acceso principal a Lobería y comenzó a construir su propia iglesia. Esta estuvo terminada en cinco meses y todo el edificio fue íntegramente financiado por los loberenses sin ayuda externa. Los fondos para construir la casa pastoral, la iglesia, el sostén del pastor y su familia, así como el pago de los gastos de los evangelistas principiantes, fueron proporcionados en su totalidad por los nuevos creyentes del lugar. Hasta llegaron a enviar, de tiempo en tiempo, provisiones para el incipiente Instituto Bíblico de Mar del Plata.

Un resultado directo de estas reuniones fueron las congregaciones que se formaron en San Manuel y ciudades aledañas. Más tarde, estas nuevas congregaciones también construyeron sus propias iglesias y casas pastorales.

Dios había desmantelado el poderoso baluarte espiritista de Lobería, piedra por piedra. A pesar de nuestros temores anteriores, descubrimos, con alivio, que la obra que el Señor había hecho en el teatro Español no había sido en vano. Dios había demostrado que era por demás capaz de guardar a aquéllos que habían sido encomendados a su cuidado. Ninguno había podido arrebatarlos de su mano. El Eterno Dios, que está construyendo su santuario de piedras vivas, escogidas de entre todas las naciones, tribus y pueblos, deseaba extraer algunas de la cantera de Lobería. Derrotando a los demonios, el Triunfante había echado por tierra su sólida fortaleza para construir con sus piedras otros muros: los de la Iglesia Viviente, aquella contra la cual las puertas del infierno no prevalecerán.

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